El liberalismo y la cuestión socialReflexiones para una aproximación crítica a las doctrinas liberales contemporáneas

  1. SAZ CASADO, JOSÉ LUIS
Dirigida por:
  1. Juan Carlos Utrera García Director/a

Universidad de defensa: UNED. Universidad Nacional de Educación a Distancia

Fecha de defensa: 25 de abril de 2019

Tribunal:
  1. Consuelo Martínez-Sicluna Sepúlveda Presidenta
  2. Francisco Javier Loscos Fernández Secretario
  3. José Luis Muñoz de Baena Simón Vocal

Tipo: Tesis

Resumen

RESUMEN DE TESIS DOCTORAL 1. Datos básicos. • Tesis doctoral: o El liberalismo y la cuestión social. Reflexiones para una aproximación crítica a las doctrinas liberales contemporáneas. • Autor: o José Luis Saz Casado. • Formación: o Licenciado en derecho. o Máster Universitario en Derechos Fundamentales. UNED. • Universidad: o Facultad de Derecho. Departamento de Filosofía Jurídica. UNED. • Programa: Doctorado en Derecho y Ciencias Sociales. UNED. • Director: o Juan Carlos Utrera García. • Año 2019. 2. Motivación y objetivos. Muchos e incalculables son los estudios sobre el liberalismo, su aportación histórica a la formación de las ideas políticas, sus efectos en las instituciones modernas, su evolución o sus límites intervencionistas. Sin embargo, hay una cuestión que apenas ocupa espacio en la literatura liberal y que debería hacerlo, por cuanto cuando un cuerpo de opinión sortea una parte de su propio pensamiento corre el riesgo de ser acusada de carecer de lo que disimula. Puede parecer un prejuicio, pero el liberalismo primigenio contiene una respuesta matizada a la cuestión social y esta propuesta ha sido muchas veces mencionada tibiamente, otras no mencionada o parcialmente mencionada. Tanto es así que es cosa común el entendimiento, no cierto, de que la causa liberal desatiende el intervencionismo en materia social. Es otro típico tópico similar al de que el liberalismo está en contra del intervencionismo público, cuando no solo sería imposible (porque la existencia del Estado limitado que propugna sería inviable sin intervención), sino porque además tampoco es cierto. Quedaría bien traer a colación la opinión de un no liberal de la talla de Keynes o Lionel Robbins o del propio Adam Smith, que consideran que ese equívoco, producto de divulgaciones poco esmeradas, ha impregnado la percepción general. Igualmente se ha extendido la idea de que el liberalismo, clásico o no, no contiene la posibilidad de un intervencionismo en materia social. Este trabajo de investigación responde a una inquietud personal, no solo por alcanzar el más alto grado académico, sino, fundamentalmente, por dar respuesta al desasosiego personal que suponía desconocer el pensamiento social del liberalismo clásico. La entidad humana sin dudas intelectuales es aridez de progreso personal y colectivo. Cuando una mente ha sido aguijoneada con el espolón de la incertidumbre, abandonar el combate para resolver la duda es una desidia antinatural y, cuando menos, indeseable. Por contra, aceptar el reto planteado exige esfuerzos ímprobos y con escasa recompensa material, pero impagable en sus resultados espirituales. Una zona común en todos estos autores estudiados es su manifiesta satisfacción por la lectura e investigación, cuyo precio es el tedioso tiempo que se necesita y cuyo resultado es la satisfacción de un nuevo conocimiento. En una época como la actual, en la que se palpan tiempos de cambio, una mirada al pasado es imprescindible, pues no solo aprendemos del pasado, sino que el pasado está incrustado en la esencia del presente. Esa incrustación a veces está oculta, invisible, oportunamente o inoportunamente, otras veces aparente y con más brillo del que le corresponde, pero siempre forma parte del bagaje de nuestra esencia. Si en tiempo pasados, que se estudian en esta investigación, se dio potestad a la razón, al pueblo, a la democracia, al individuo, al constitucionalismo o a la protección de los derechos humanos en sus diversas generaciones, hoy se cuestiona la idoneidad de las estructuras políticas e institucionales resultantes de aquellas ideas magníficas. Se cuestiona el modelo representativo de la misma democracia o la organización fronteriza de los países, pero también se cuestiona la respuesta que debe darse políticamente a la cuestión social. Para unos, la actual atención a la cuestión social es insuficiente; para otros, el Estado no debe ya ampliar más esas demandas, sino reducirlas, todo, mucho o algo, según el posicionamiento ideológico. Flota en el ambiente popular y divulgativo que el liberalismo exige en sus diversas acepciones, incluso en la clásica, una desatención a la cuestión social. Este es el tema objeto de análisis en la presente investigación: qué posicionamiento ha adoptado el liberalismo clásico respecto de la cuestión social. 3. Metodología. Varias son las dificultades que se han encontrado en el cometido. La primera dificultad ha consistido en la delimitación relacional de los autores, pues no es fácil determinar cuál es la nómina de los liberales clásicos ya que cualquier relación nominativa presentada por un liberal de determinada orientación, suele convertirse en volátil a la vista de otro liberal. Este asunto de la relación nominativa de liberales clásicos es un asunto doméstico, interno de la propia casa liberal, en la que apenas se entrometen extraños. Pero no es terreno cómodo, porque las acusaciones de extra-liberalismo se lanzan e intercambian con notoria ligereza. Para los liberistas, sean anarcocapitalistas o afines a la escuela austriaca, Mill suele ser considerado como socialista, como también es considerado cualquier otro que efectúe propuestas intervencionistas en materia social, gozando de pureza liberal Smith, Bastiat y Constant. Para otros, Locke es preliberal, al igual que Spinoza o Pufendorf; para otros Spencer es un conservador; Bastiat sospecha de Montesquieu como igualitario; otros excluyen a Hume, y así podríamos efectuar combinaciones diferentes e interminables. En la selección de mi nómina de liberales clásicos he seguido dos criterios, uno cuantitativo y otro cualitativo. El criterio cualitativo fue una labor previa, que consistió en atraer a la nómina de liberales clásicos aquellos autores que poniendo en cuestión las estructuras del antiguo régimen instan a una defensa del derecho individual a la libertad de expresión, de opinión, de movimiento y de comercio, así como un requerimiento de mayor participación popular en los asuntos del gobierno y una limitación de estos gobiernos, sin caer en posturas de igualitarismo económico. El criterio cuantitativo consistió en filtrar la lista obtenida por el criterio cualitativo manteniendo solo aquellos que habían efectuado aportaciones de especial consideración, lo que exigía una labor anterior de lecturas selectivas. Por tanto, con este criterio se excluyeron a algunos autores que siendo notables y aun prefiriendo la amplitud de nómina a la escasez, hacían una relación excesivamente farragosa, por lo que en aras de la concreción investigadora fueron excluidos (Lord Acton, Condorcet, Hutcheson, Tucker, Ferguson, Stewart, Say, Ricardo…). En la exclusión ha tenido peso que la presente investigación no es económica, así como que hay autores que pueden verse reflejados en otros, sin que ello sea reconocerles menor rango. Cuando se realizan aproximaciones al liberalismo hay una profusión exagerada de los estudios económicos, una circunstancia que pudiera haber redundado en perjuicio del conocimiento de la esencia liberal, que excede a la economía. Soy consciente de que cualquier advertencia ajena sobre inclusiones y exclusiones tendrá su razonamiento seguro, pero considero que la nómina está bastante acertada. Un segundo problema, entrelazado con el anterior, era determinar el marco temporal de los textos del liberalismo clásico, puesto que tanto en su término inicial como final caben discrepancias. Obviamente se hace referencia al liberalismo político, no al liberalismo económico. Locke suele ser presentado por algunos estudiosos como un precursor del liberalismo clásico, pero demasiado entroncado en las ideas viejas para ser considerado un tal liberal clásico, mientras que, para otros, entre los que me encuentro, es el padre fundador del liberalismo político, sin olvidar a la escuela económica española del siglo XVI que tan notable influencia tuvo. En cuanto al momento de terminación, para muchos concluye con Mill, o en su defecto, Tocqueville. Sin embargo, considero que el cierre de esta tradición de pensamiento lo cierra Herbert Spencer, un coetáneo de Mill, siendo las antagónicas posturas de ambos una anticipación de las dos ramas del liberalismo que se desarrollarían en el siglo XX, es decir, un liberalismo minárquico o anarcocapitalista y un liberalismo social. El siglo XIX cerraría con un liberalismo clásico bifurcado anticipatorio del liberalismo del siglo XX. No falta quien considera que ni Mill, ni por supuesto Spencer son liberales clásicos, sino modernos. No es nuestro caso. Una vez cerrada la nómina liberal parecía aconsejable investigar a cada autor por un riguroso orden cronológico, para, de paso, comprobar la evolución histórica de los diversos posicionamientos, a la vez que se evitaba caer en la trampa de seguir otro criterio inevitablemente marcado por un sesgo. Establecido el orden de estudio de los autores, la tercera de las dificultades fue elegir adecuadamente las obras que recogiesen las ideas de cada autor sobre la cuestión social, puesto que en muchos casos la producción abarca a temas que apenas guardan relación con la cuestión analizada, o en otros casos a otro tipo de materias, por ser muchos de ellos grandes polímatas. Esta tarea ha exigido un arduo trabajo invisible e improductivo a los efectos finales, porque requiere la lectura de obras que tras su examen quedan descartadas para la investigación. En todos los casos, si había obras traducidas se ha efectuado una lectura de estas, aunque fuese de ediciones antiguas, confrontando en ocasiones la traducción con la edición en lengua original (inglés o francés, no alemán) en aquellos párrafos que pudieran dar lugar a interpretaciones esenciales en la investigación. El foco se ha puesto en la argumentación que cada autor hacía sobre si debe haber o no benevolencia política, es decir, en su caso, la ayuda a los necesitados como obligación política. Para dicha argumentación consideré insuficiente recoger la mera conclusión de cada autor sobre el tema concreto, por lo que he analizado el sustrato filosófico argumentativo que conduce a su decisión final y, por tanto, ello ha exigido una lectura de su soporte filosófico, recurriendo a la bibliografía primaria. En cuanto a la bibliografía, secundaria los recursos sobre el liberalismo son colosales e inmensos, pero si ceñimos las fuentes al posicionamiento de cada autor sobre la cuestión social, la dimensión de las fuentes se reduce enormemente hasta el punto de ser escasa. Digamos que el tratamiento de la cuestión social por el liberalismo ha generado poca literatura secundaria. Solamente resalta la excepción de Mill, del que encontramos notable literatura secundaria sobre liberalismo y cuestión social, puesto que dedicó parte de su obra a dicha preocupación social; en cuanto al resto de autores, existe muy poca literatura secundaria sobre la cuestión social y sobre si tal o cual autor se posiciona a favor o no de la beneficencia política y con qué fundamento. Por ello, esta circunstancia podría otorgar a la presente investigación un cierto título contributivo a la investigación sobre la cuestión social en el liberalismo clásico. La cuarta dificultad, aunque menor, y propia de cualquier clasificación, se ocasionó tras la lectura de todos los autores seleccionados, puesto que a la vista de sus concretas conclusiones procedía efectuar una clasificación temática que los agrupara. He optado por clasificar a los autores en función de su posicionamiento sobre la obligatoriedad de la beneficencia política. Inicialmente, la clasificación parecería ser dual, es decir, los que están a favor y los que están en contra. Pero me ha parecido más enriquecedor efectuar una clasificación que recogiese no solo el laudo conclusivo, sino el motivo en que se soporta el mismo. Por ello la clasificación es tríadica: los que están a favor de la beneficencia política con fundamento en la moral, en la naturaleza humana o en el derecho natural; los que están a favor con un fundamento meramente utilitarista o de felicidad social; y en tercer lugar, los que se oponen a cualquier tipo de beneficencia política, al margen de todo fundamento utilitarista o moralista. Cabe advertir, que esta clasificación no implica una extensión clasificatoria sobre las ideas generales de cada autor (la manida clasificación dual entre iusnaturalistas y utilitaristas), puesto que, por ejemplo, encontramos autores iusnaturalistas en los tres bloques. Hay iusnaturalistas entre los que basan la ayuda social en el derecho natural (Locke), entre quienes justifican la beneficencia política en la utilidad (Tocqueville) y entre los que la niegan (Turgot y la mayoría). La relación de la bibliografía se presenta con desglose de bibliografía primaria del liberalismo clásico, es decir de la obra escrita por los autores clásicos estudiados; bibliografía primaria del liberalismo moderno, es decir, la obra escrita por los autores liberales del siglo XX mencionados; y bibliografía secundaria. 4. Contenido. La estructura de la investigación se compone de seis capítulos y conclusiones. En el capítulo I (Introducción) contiene los objetivos de la investigación, la metodología seguida, las fuentes utilizadas y la estructura de la tesis. El capítulo II (Bosquejo del liberalismo político) recoge un esbozo somero sobre el liberalismo político, su ubicación histórica y otras cuestiones básicas. Se destaca que se debe diferenciar el liberalismo político del liberalismo económico, error que ha provocado disonantes confusiones. Se hace una advertencia sobre la profusión de clasificaciones del liberalismo (liberalismo iusnaturalista y utilitarista; liberalismo democrático; liberalismo doctrinario; liberalismo radical; liberalismo idealista; liberalismo moderno; liberalismo social; liberalismo moral; liberalismo racionalista; liberalismo neocontractualista; neoliberalismo…), que causan confusión más que clarificación. Así mismo se hace una breve reseña de su evolución histórica, en la que debe destacar la importancia de la Escuela Económica Española de los siglos XVI-XVII, generalmente olvidada, (Francisco de Vitoria es el fundador al que le siguen Domingo de Soto, Diego de Covarrubias, Martin Azpilcueta, especialmente, y siguen su labor Tomás de Mercado, Francisco Suárez, Vázquez de Menchaca, Luis de Molina y, más tardíamente, Juan de Mariana o Juan de Medina). Se subraya la aportación de España al liberalismo, en tanto que aportó su nombre a principios del siglo XIX, y contribuyó, de manera moderna, con la Constitución de 1812, pero tras esas aportaciones el espíritu liberal español se debilita por largo tiempo. Se hace una referencia sobre los liberales clásicos y sus obras, que se inicia con Locke, como pionero, y al que sigue una primera generación de liberales previos a la Revolución francesa: en Francia, Voltaire, Montesquieu y Helvetius; en Escocia, Hume, Thomas Reid y Hutcheson; en Inglaterra, Adam Smith y Tucker. Una segunda generación de liberales, ya conocedora de la Revolución francesa y del independentismo americano: en Escocia, Ferguson y D.Stewart; en Alemania-Prusia, Kant; en Francia Turgot, Condorcet, Roger-Collard, Constant, Guizot, Mme Stäel, Rémussant, Du pont de Nemours y Say; en Inglaterra, Paine, Bentham y Ricardo; estadounidenses, Jefferson y Madison; en Alemania-Prusia, W.Humboldt. Y por fin, una última generación: en Francia, Bastiat y Tocqueville; en Inglaterra, Mill y Spencer. Se hace la advertencia de que una de las cuestiones más debatidas en el seno del liberalismo es la nómina de los padres liberales. En el capítulo III (La moral como fundamento de la obligación política en materia social) se abordan los autores del liberalismo clásico que afirman la obligatoriedad de la beneficencia política con fundamento en argumentos de naturaleza humana o derecho natural. Se incluyen a Locke, Montesquieu, Voltaire, Thomas Reid, Kant y el independentismo americano, con especial referencia a Thomas Jefferson y Thomas Paine. La clasificación interna del capítulo es meramente cronológica. En cada autor se incluye un título que sintetiza su tesis liberal. Se comprobará que Locke basa la motivación en la preservación de la especie humana; Montesquieu vincula una plena libertad política a la disposición de ciertos medios de vida; Voltaire apela a la bondad natural del hombre; Reid atribuye al Estado la categoría de agente moral; Kant hace hincapié en la dignidad humana y el deber categórico; Paine hace responsable a la civilización de la indigencia; y, por último, Jefferson se sirve de Locke e imputa al Estado un deber subsidiario de socorro. En el capítulo IV (La fundamentación utilitarista de la intervención social del Estado) se hace referencia a los autores que admiten la beneficencia política, pero con fundamento en la felicidad o la utilidad. Se estudian a David Hume, Adam Smith, Alexis de Tocqueville y John Stuart Mill. La estructura es similar a la del capítulo tercero. Hume, el utilitarista más puro de todos ellos, basa la motivación de la ayuda a los necesitados única y exclusivamente en la utilidad, aunque lo enlaza a un humanitarismo natural como sentimiento previo; Smith, uniendo sus puntos de vista económicos y morales, propone una sociedad comercial que tiende hacia el progreso, pero admite con extrema prudencia el desarrollo una cierta beneficencia política para garantizar el orden de la sociedad comercial; Tocqueville también justifica la ayuda por el bien de la sociedad, pero su enfoque es singular y moderno porque da un paso más, al ser el gran pionero en la defensa de las clases medias y, por tanto, de la igualdad de condiciones sociales, por lo que auspicia programas públicos de nivelación; y Mill, por otra parte, utiliza el fundamento de la conveniencia social como filtro de admisión de cualquier beneficencia, con especial énfasis en la educación, en tanto que facilitadora de la división y especialización del trabajo. El capítulo V (La interdicción de la acción social del Estado) recoge la investigación de los autores que niegan la beneficencia política, siendo su estructura interna idéntica a la indicada. Incluyen a Jacques Turgot, Benjamin Constant, Wilhelm Humboldt, Frédéric Bastiat y Herber Spencer. Turgot basará la negativa a las políticas públicas sociales en que hay un enérgico deber moral de ayudar a los necesitados, pero que se agota en lo particular. Humboldt rechaza la acción pública benevolente porque debilita la dignidad del ser humano, ya que le impide progresar. Constant se basará en que la ayuda pública es inmoral y propia de un gobierno anticuado porque la modernidad exige un gobierno que sea meramente garante de libertades, además de considerar que la ayuda pública es inútil. Bastiat es el más sencillo y preciso, puesto que la benevolencia política va en contra del principio de responsabilidad que exige que cada individuo debe asumir las consecuencias de su planteamiento vital. Por último, Spencer se basa en que el hombre está desarrollando una evolución progresiva hacia un hombre definitivo y cualquier intromisión en esa evolución retrasará su mejoría. Los capítulos tres, cuatro y quinto son el cuerpo esencial de la investigación porque se dedican a extraer las posturas de cada uno de los autores sobre si debe o no hacerse posible la beneficencia política y en qué se basa su postura. En cada uno de los capítulos III, IV y V, el epígrafe que corresponde a cada uno de los autores estudiados viene encabezado por una frase de cada autor que recogería la síntesis de su percepción sobre la libertad. En el capítulo VI (La dislocación liberal) se recoge una visión personal sobre la actualidad del liberalismo clásico, su reposicionamiento y validez para encarar los cambios del futuro. En el siglo XX ha predominado la visión de un determinado liberalismo poco permeable al intervencionismo social, con ciertos aires condenatorios de ese otro liberalismo más preocupado por la cuestión social. Se observa una pretensión de redefinir la pureza del liberalismo por una de sus vertientes interpretativas, pretensión que choca con los precursores creadores del propio liberalismo. En el liberalismo sí se puede comprobar cómo, especialmente en el siglo XX, quienes han tenido especial protagonismo en la defensa de este sistema de pensamiento han negado a muchos otros “presuntos” compañeros de ideas la “pureza de sangre” merecedora de su consideración como genuinos liberales, con la subsiguiente pretensión de expulsión de la escuela liberal. Algo que con frecuencia se acompaña de la secuela de una cierta infamia como castigo por su vana aspiración por creerse liberales. Una actitud que no se limita a los pensadores contemporáneos, sino que amplía su ímpetu purificador a los mismos ancestros de la familia liberal. En el siglo XX hay una pretensión de redefinir el liberalismo acotando sus límites doctrinales fundamentales, hasta el punto de rechazar las doctrinas de sus precursores, no sin un cierto sentimiento vergonzante. De hecho, aspira a una recreación de los antecedentes que resulte reconfortante y coincidente con esa idea reconstruida del “verdadero liberalismo”. En todo lo cual, no deja de intuirse un cierto dogmatismo subyacente a esa suerte de cruzada liberal. Esta pretensión reconstructiva que aspira a la redefinición del contenido del liberalismo, a la exclusión de los falsos liberales (y al ensalzamiento de los verdaderos) y a la expulsión de los supuestos heterodoxos, es una característica definitoria del liberalismo dominante en el siglo XX. Se relatan las posiciones de algunos liberales del siglo XX, como Mises, Hayek, Friedman, Nozick, Rothbard o Jasay sobre su concepción de lo que debe ser el liberalismo, que excluiría generalmente la intervención social. En realidad, esa intención de reconfigurar el paradigma liberal no es sino una dislocación de la idea liberal. Todas las acusaciones que estos liberales hacen sobre otros liberales -que admiten la intervención social-, acusándoles de estatistas, de falsos liberales, de seducidos por el intervencionismo e incluso de socialismo, que afectan a la mayoría de los liberales clásicos y la casi totalidad de coetáneos, no dejan de partir de una presunción predominante de una serie de principios ideológicos. Principios que, en opinión de estos autores, serían las señas de identidad del auténtico liberalismo y cuya materialización se refleja en su concreción a propósito de las funciones que tales teóricos atribuyen al Estado. Se concluye que el liberalismo predominante del siglo XX reconfigura esta ideología a partir únicamente del pensamiento de determinados liberales clásicos contrarios a la provisión pública de programas de asistencia social, bien con fundamento utilitarista o de derecho natural. Este liberalismo no solo ha sido el más visible o dominante, sino también el más laureado y reconocido (no en vano, ha sido acreedor de varios premios Nobel). Quienes no han leído a Herbert Spencer, Frédéric Bastiat, Benjamin Constant, Jacques Turgot o Wilhelm Humboldt, entre otros, creen leer argumentos originales en algunos de los autores citados, pero muchas de las claves filosófico-políticas vertidas por estos autores se ven reproducidas en el siglo XX. Este liberalismo lleva a cabo una identificación casi total entre sociedad civil y mercado. Es indiscutible que el mercado es el espacio propio de la productividad y de la eficiencia económica, pero la sociedad civil, que acoge en su seno al mercado, no se agota en él. Razonablemente no se puede esperar que el mercado se encargue de los problemas de la sociedad civil, como tampoco se le puede exigir una mayor democratización política, pues su objetivo es meramente crematístico. Ahora bien, tampoco se puede exigir a la sociedad civil que se reduzca a solo mercado y mentalidad de mercado, pues es la misma sociedad civil la que, más allá del mercado, debe dar respuesta a sus problemas sociales. Quizá pueda aceptarse que las soluciones no deberían afectar a la supervivencia del mercado, pero el mercado, como sucede con la libertad, están condicionados por límites que lo hacen sobrevivir. Una visión aislacionista del mercado y sus agentes (que somos todos) respecto de la sociedad es una perspectiva que sin duda va en detrimento del ideario liberal. Llama la atención ese avasallamiento del espacio liberal, al pretender no solo la exclusiva del término liberal, e incluso su adaptación, sino también la condena por negligencia intelectual a otros “falsos” liberales, por permisivos del intervencionismo. Destaca, en fin, la dureza con la que se corrige a aquellos otros liberales, entre ellos los grandes precursores de este movimiento. Es más, de un liberalismo que se avergüenza de los ancestros, quizá quepa dudar de su misma condición de tal, pues no parece admisible un “liberalismo liberalicida”, es decir, un liberalismo que estigmatiza a una parte sustancial de los liberales. No hay duda de que el liberalismo clásico rechaza, generalmente, la interpretación de que el pobre es responsable de su situación y que solo merece compasión, comprendiendo que ante la cuestión social es necesaria una acción gubernativa que mitigue la desdicha; acción que unos la basarán en el derecho natural y otros en el puro utilitarismo; que unos la extenderán a la pura supervivencia y otros la ampliarán a otros aspectos sociales como la sanidad, la educación o la vejez. Es cierto que algunos otros liberales clásicos rechazaban toda acción gubernativa de ayuda a los necesitados, igualmente amparados en justificaciones tomadas del derecho natural y en argumentos utilitaristas, pero son precisamente esas diferencias de registro interpretativo las que deben tenerse en cuenta para una correcta visión inclusiva del liberalismo actual. Entender que el moderno liberalismo, correcto, puro, inmaculado, auténtico o deseable es únicamente aquél que entronca con un grupo minoritario de liberales clásicos contrarios a la intervención social, no le concede certificado alguno de autenticidad y de ortodoxia doctrinal; por el contrario, supone una apropiación interesada que confunde la parte con el todo al considerar el pensamiento de un reducido número de autores, muy respetables, con el canon liberal, obviando una tradición compleja y más rica de la que quieren hacer ver. Tras estudiar una nómina amplia y diversa de liberales clásicos, nada parece más sesgado que reducir los ancestros liberales a Bastiat, Constant, Turgot, Spencer o Humboldt, puesto que deja de tomar en la debida consideración a otros con un peso específico tan relevante como Locke, Tocqueville, Jefferson, Mill, Kant, Reid, Hume, Paine, Condorcet o Lord Acton, entre otros. Sin olvidar, por supuesto, a Smith, pero tanto en su vertiente económica, como especialmente moralista. Debe entenderse que el liberalismo es compatible con el intervencionismo social, y esa compatibilidad se constata al estudiar el pensamiento de los padres liberales desde el siglo XVII al XIX. Negar que la cuestión social forma parte esencial del liberalismo es negar la trayectoria de su conformación; es cercenar parte del pensamiento de los autores seminales y, en última instancia, ocultar su genuino pensamiento. Excluir del liberalismo la preocupación por la cuestión social, sea por motivos de mera de utilidad, sea en el marco de la defensa de la dignidad humana, sea porque se prefiere una interpretación de los derechos naturales, no hace justicia a la trayectoria de este sistema de ideas. Si es verdad que hay un liberalismo clásico que excluye la ayuda social de las obligaciones públicas institucionales, también es cierto que hay otro que la incluye, y este no es minoritario ni irrelevante. Ambos forman parte del liberalismo clásico. En los momentos actuales el liberalismo parece asociarse con una actitud de indiferencia hacia la cuestión social, por ser las tesis descritas en este capítulo las que se han beneficiado de una mayor divulgación y un mayor reconocimiento académico y social; sin embargo, también existe un liberalismo social, tan liberal, tan puro y tan ortodoxo como el otro. Y el intento por un parte de monopolizar la idea liberal, excluyendo a la otra, es un absurdo intelectual, que cuando menos da armas, a veces muy eficaces, a las ideas que de verdad amenazan a la libertad individual. No se puede obviar que también existe un liberalismo en el siglo XX de corte no economicista que, aunque denostado por las escuelas liberales predominantes y tan laureadas, ha sido escasamente divulgado y apenas reconocido como liberal. Entre los autores que han seguido la estela de aquel liberalismo social clásico, podemos citar, entre otros muchos, a J.A. Hobson, L.T.Hobhouse, T.H.Green, Amaryta Sen, R.Dworkin, Rawls, Dewey, Martha Nussbaum, Van Parijs, Gerald Cohen, Stefan Gosepath, Ernst Tugendhat, Richard Arneson, R.Aron, R.Rorty, R.Dahrendorf. Echando la vista atrás, nada impidió que esta doctrina de la libertad surgiera con Locke o con la Escuela Económica Española, cuya sensibilidad social resulta indiscutible, ni nada debe impedir que siga evolucionando como doctrina de la libertad individual y los derechos individuales o como limitador de la extralimitación del poder público. El liberalismo no está agotado, porque la defensa de la libertad individual no tiene fin, solo tiene finalidad. La defensa de los derechos individuales del hombre solo pueden protagonizarla cabalmente quienes reconocen dicho objetivo como la médula de su ideología. Un liberalismo indiferente a los problemas sociales, un “liberalismo apático social”, con independencia de la justificación intelectual que posea (en su vertiente moral o puramente económica), es admisible, pero si se autoproclama como el único y verdadero liberalismo, debe ser enfrentado con lo que verdaderamente el liberalismo es y ha sido, que trasciende con mucho lo que aquellos afirman. En cualquier caso, constituiría una disputa fratricida estéril, que debilitaría el potente bagaje que el liberalismo tiene, y le desproveería de una de sus partes esenciales (que asumió el socialismo), como es la preocupación de la cuestión social. De la misma forma que el liberalismo es consciente, en todas sus sensibilidades, de la necesidad de un intervencionismo público para regular la libertad y la convivencia social, y que esa mínima exigencia intervencionista lo diferencia del anarquismo, debe entenderse que el hecho de asumir un cierto intervencionismo social no significa claudicar a la temida contaminación socialista, comunista, o colectivista. No es compatible la defensa de la dignidad de la persona con una visión meramente economicista, como tampoco es compatible la dignidad de la persona con el igualitarismo como objetivo; pero entre ambas posturas el liberalismo clásico ya había ofrecido una elaboración teórica solvente que debería ser tenida en cuenta y modernizada. Falta quizá una vuelta a las fuentes primarias para comprender la verdadera apuesta liberal clásica. Que una idea abandone una parte constitutiva de su núcleo medular porque no sabe defenderla o porque le atemoriza, supone un ejercicio de conservadurismo y conduce a obstruir la evolución de esa idea a lo largo del tiempo. Entender, como hace parte del liberalismo más laureado del siglo XX, que no hay que abrir la puerta a la cuestión social porque a partir de ese momento será incontrolable su evolución y quizá se acabe en un indeseable proceso de socialización, es conocer bien los riesgos de la convivencia política, pero también supone desconfiar de la propia idea y desconfiar de los hombres que pueden llevarla a cabo, de su fortaleza, y del grado de compromiso de los liberales. Además, si hay ideologías que de cualquier forma pretenden ese destino colectivista, y son más penetrantes que el liberalismo, se podría llegar a la indeseada socialización absoluta. Si para evitar esos riesgos hay que distorsionar las ideas propias, desfigurarlas en gran medida, amputarlas o expulsarlas del pensamiento liberal, la ignominia sería patente y el liberalismo provocaría su propio descrédito. Reconocer como ajena al liberalismo la cuestión social, cuando forma parte medular del liberalismo clásico y contemporáneo, es presentarse en el campo de batalla ideológico privado de armas dialécticas que le son propias, y peor aún, permitir a cualquier adversario ideológico apropiarse en exclusiva de la afección social. Y abandonar armas propias frente al adversario ideológico siempre es una torpe estrategia, que desemboca en una derrota a cuenta de esas mismas armas cedidas. Pero no debe ser este el debate entre los liberales, sino que, reconocida la cuestión social como esencial del liberalismo, debe centrarse en establecer el límite de la acción social coactiva en un contexto de común hostilidad a una sociedad igualitarista, sin que ello impida concretas actuaciones igualitarias. Si ese debate se aborda, se podrán recuperar las armas cedidas, ganar terreno de juego y lograr una sociedad más prospera en sentido humanitario y sin renuncia del progreso individual y económico. No se hace aquí en modo alguno, pues, una crítica al liberalismo ajeno a lo social (que debería seguir gozando de fortaleza), sino su pretensión de usurpar la idea liberal en exclusiva. Hay distintas sensibilidades liberales y todas participan de un denominador común, debido al que deben colaborar fraternalmente en la búsqueda de soluciones a problemas sociales cada vez más inesperados, aunque cada sensibilidad liberal aporte su propia propuesta. Sobra desconfianza entre liberales y esa dislocación liberal provocada por una defensa desmedida por el liberalismo indiferente a lo social debe corregirse, pues en caso contrario el liberalismo se haría fatalmente irreconocible. Las acusaciones fraternales en el seno del liberalismo deben reservarse para otros adversarios. El definitiva, el liberalismo social es un liberalismo con estirpe, y si el liberalismo decide renunciar a su vocación social abandonando algunas de sus señas originarias de identidad, dejará libre el camino para que (como de hecho ha ocurrido) un “socialismo liberal” -un contrasentido conceptual- las haga suyas. La derrota del liberalismo sería el resultado, por lo tanto, de la renuncia a sus propias ideas. Como bien decía en sus Ensayos políticos el poco recordado, y menos leído, David Hume: No hay modo más eficaz de traicionar una causa que defenderla con argumentos equivocados, regalando la victoria al adversario. Por último, se establecen las conclusiones de la investigación. También se incorpora un cuadro denominado “Cronograma del liberalismo clásico” en el que aparecen los autores estudiados por orden cronológico, así como otros autores liberales clásicos. Los autores estudiados aparecen según la clasificación efectuada en el cuerpo de la tesis, distinguiéndose cromáticamente según el grupo de pertenencia. Tras el cuadro señalado se incorpora la relación de obras liberales de cada uno de ellos, con su cronología. 5. Conclusiones. Cuando se acude a la bibliografía sobre el liberalismo clásico desborda la ingente e inconmensurable literatura existente. Pero al diseccionar su contenido, de inmediato se observa la escasez de obras específicas sobre la cuestión social, frente a la profusión de estudios dedicados a la teoría económica y política. Esta tesis ha pretendido paliar esa laguna. Quizá debido a la revolución que supuso la defensa de la libertad individual, los investigadores se hayan centrado en el concepto de libertad, democracia o separación de poderes, o en los derechos individuales. Sea como fuere, el hecho es que no se ha indagado en profundidad el pensamiento de los autores liberales clásicos acerca de la cuestión social. Tampoco debe desecharse la idea de que esto se deba a un desinterés intencionado a ir más allá de las materias reconocidas como propias (libertad, propiedad privada, laissez-faire, u otras similares) por temor a encontrar algunas coincidencias con ciertos postulados del socialismo o del estatismo. Pero el rigor intelectual obliga a remitirse a los textos para conocer el genuino pensamiento de estos autores. Por lo demás, este déficit investigador ha dado lugar a errores conceptuales tanto en el ámbito divulgativo, como académico, pues se tiene como verdad aceptada, y repetida, que el liberalismo clásico carece de sensibilidad social (lo que sin duda ha sido instrumentalizado por sus adversarios ideológicos). Llama la atención que, por ejemplo, el hecho de que los precursores liberales no siempre conciban la propiedad privada como un derecho natural, sino que a veces se comprenda como un mero artificio, no suscite ningún recelo entre sus filas, mientras que cualquier aproximación a la cuestión social desde posiciones liberales despierta toda suerte de suspicacias. Basta ver el recelo provocado por Mill, convertido en el mito de un liberal contaminado, frente a la permisividad hacia un incuestionado Tocqueville, cuya sensibilidad social es mayor. En definitiva, el tratamiento de la cuestión social en el seno del liberalismo provoca una especie de temor que consideramos debe superarse. Por otro lado, la investigación no ha entrado en la cuestión de los diversos liberalismos, ni en el estudio de las variantes del constitucionalismo liberal, ni tampoco en la relación entre liberalismo y democracia o propiedad privada. En esta tesis he pretendido recoger el posicionamiento de los padres liberales a propósito de la cuestión social y, en su caso, exponer sistemáticamente en qué materias y en qué grado justifican la asistencia pública a los necesitados. Tras un análisis exhaustivo de las obras de los principales autores del liberalismo, puede señalarse como primera conclusión que, frente a la generalizada creencia contraria, todos ellos muestran una marcada preocupación por los problemas sociales. Ya sea, como Voltaire o Paine, a través de una literatura con escasas pretensiones filosóficas; o, como Montesquieu, incardinada en un análisis de corte sociológico; o bien, como Locke o Jefferson, como parte fundamental de su teoría política en defensa de la libertad; e incluso, como Kant, en el marco de su filosofía práctica, o Tocqueville, a través de una peculiar doctrina de la caridad pública, todos ellos (sin excluir a los pensadores que rechazan la cuestión social como un asunto político) conforman una estimable mayoría concernida con los problemas sociales y la necesidades de los desposeídos. Si a Locke se le ha acusado de fundar el individualismo posesivo, es porque no se ha prestado la debida atención a su idea capital de que, por un principio de humanidad, nadie debe verse privado de medios de subsistencia, principio ante el que cede incluso la propiedad privada. Un “humanitarismo” del que derivan obligaciones políticas de solidaridad también está presente en Reid, en Kant, en Hume, o en Mill, del mismo modo que el concepto de progreso humano, del que derivan exigencias de virtud pública en esta materia, juega una función esencial en el pensamiento de Turgot, Kant o Spencer. La defensa de los derechos humanos y la dignidad de la persona es imprescindible para comprender las posturas que a este respecto adoptan Paine, Jefferson o, de nuevo, Kant, así como Montesquieu o Voltaire, que las articulan a través de la noción de un hombre naturalmente bondadoso. Por su parte, la igualación social de las clases medias es la idea fuerza de Tocqueville, mientras que Smith admite la benevolencia política y critica descarnadamente al capitalismo deshonesto. Todas estas ideas chocan, pues, frontalmente con el imaginario colectivo sobre el liberalismo clásico. Es más, es excepcional que un padre liberal no haya dedicado reflexiones detenidas a los problemas suscitados por los necesitados y las funciones que debe desempeñar el Estado para su solución. Por lo tanto, esta primera conclusión se resume en la afirmación de que el liberalismo clásico sí posee sensibilidad social y de que, por ignorancia o por interés, este aspecto ha sido posteriormente ocultado y soslayado. Es el resultado inequívoco de la lectura y relectura atenta de las obras de estos autores, cuya atención a los problemas sociales y su conexión con el conjunto de su teoría política debe quedar fuera de toda duda. Los numerosos estudios sobre las diversas concepciones de la libertad y de la propiedad privada, muestran solo una cara del liberalismo clásico y ponen el foco solo sobre una parte, dejando a un lado dimensiones fundamentales del mismo. Frente a esta tendencia, debe reivindicarse el protagonismo de la cuestión social en el pensamiento liberal originario, que abarca desde el pensamiento pre-liberal (Escuela económica española, Pufendorf o Grocio) a los autores tratados en detalle en este trabajo. Una segunda conclusión es que la perspectiva desde la que los diferentes autores tratan la cuestión social es heterogénea. Frente al criterio uniforme de que esta corriente de pensamiento carece de sensibilidad social, se constata no solo con que esto es del todo incierto, sino también que la defensa de la ayuda pública a los necesitados encuentra entre estos pensadores justificaciones e interpretaciones heterogéneas. Así, si entre los padres del liberalismo son una nutrida mayoría los que abogan por la intervención estatal para paliar la pobreza y la necesidad, son muy diversos los motivos que cada uno de ellos alega. E igualmente hay disparidad en lo que se refiere al alcance de la ayuda a los necesitados, pues se defiende desde una provisión básica e incondicional a fin de salvaguardar la supervivencia del individuo (Locke), hasta la extensión de la ayuda a todo lo que sea útil (Hume), destacando la especial y general atención que se presta a la educación (en particular, en Mill). En íntima relación con la anterior, la tercera conclusión es que cabe clasificar a los autores liberales clásicos en razón, únicamente, de su postura en relación con las funciones estatales en materia social y, en su caso, con el fundamento que dan a las mismas. La estructura de este trabajo ofrece, en este sentido, una inédita propuesta clasificatoria, a sabiendas de las imperfecciones de cualquier clasificación. Por consiguiente, se ha prescindido de la tradicional distinción entre iusnaturalistas y utilitaristas empleada para ordenarlos conforme a sus respectivas propuestas “sociales”, con el propósito de considerar por separado su pensamiento en relación exclusivamente con el objeto de este estudio. Para ello, he efectuado una clasificación tríadica. A un primer grupo pertenecen aquellos teóricos que defienden algún grado de intervención pública en materia social y la justifican como una obligación moral natural; es el caso, como puede comprobarse por lo expuesto en su lugar, de Locke, Montesquieu, Voltaire, Reid, Kant, Paine y Jefferson. Un segundo grupo está integrado por aquellos que, como los anteriores, abogan por la prestación de ayuda a los necesitados, si bien elaboran su fundamentación sobre la base de un argumento eminentemente utilitarista, como muestran los textos de Hume, Smith, Tocqueville y Mill. Por último, el tercer grupo reúne a aquellos otros liberales clásicos que niegan que la ayuda a los necesitados constituya una obligación política, tal y como se deduce de las obras de Turgot, Constant, Humboldt, Bastiat y Spencer. Paradójicamente, estos autores también recurren al derecho natural y al principio de utilidad para fundamentar, en este caso, su rechazo al intervencionismo estatal y, alguno de ellos, el origen meramente individual y voluntario de cualquier ayuda legítima. Como se advertirá, esta clasificación no guarda relación con la que usualmente se hace entre iusnaturalistas y utilitaristas, de modo que el hecho de que un determinado autor aparezca clasificado como iusnaturalista en la manida clasificación dual, no supone en ningún caso que también lo sea en la que aquí se propone. Por ejemplo, Locke, Tocqueville y Spencer son catalogados como iusnaturalistas en esa clasificación dual de los de liberales por el fundamento que dan a la libertad humana; sin embargo, en la propuesta clasificatoria aquí efectuada, que atiende exclusivamente al tratamiento que conceden a la ayuda social, cada uno de ellos pertenecería a un bloque distinto de los tres señalados, puesto que Locke justifica la ayuda a los necesitados en la naturaleza humana, Tocqueville en la utilidad y, por último, Spencer la rechaza apelando a su concepción de la naturaleza humana. Y debe añadirse que incluso en el seno de cada uno de estos tres grupos persiste la heterogeneidad. Entre los autores pertenecientes al primer grupo, encontramos que Locke señala como causa última de la provisión estatal el deber de preservación de la especie humana; Montesquieu es partidario de proporcionar ciertos medios de vida al objeto de garantizar la plena libertad política; y Voltaire apela a la bondad natural del hombre. Pero no acaba aquí la diversidad, pues, también dentro de este grupo, Reid atribuye al Estado la categoría de agente moral, Kant hace hincapié en la dignidad humana y el imperativo categórico y Paine hace responsable a la civilización de la indigencia, mientras que Jefferson retoma argumentos de Locke e imputa al Estado un deber subsidiario de socorro. En el segundo grupo, Hume, el utilitarista más puro de todos ellos, basa la motivación de la ayuda a los necesitados única y exclusivamente en la utilidad, aunque lo vincula a un humanitarismo natural como sentimiento previo; Smith, uniendo sus puntos de vista económico y moral, propone una sociedad comercial que tiende hacia el progreso, pero admite que con extrema prudencia se pueda desarrollar una cierta beneficencia política para garantizar el orden de la sociedad comercial; también Tocqueville justifica la ayuda por el bien de la sociedad, pero desde una perspectiva singular y moderna, que da paso a la reivindicación de la igualdad de condiciones sociales y de la clase media, que por su parte exige la introducción de programas públicos de nivelación; y Mill utiliza el argumento de la conveniencia social como filtro de admisión de cualquier beneficencia, con especial énfasis en la educación, en tanto que facilitadora de la división y especialización del trabajo. Por lo que se refiere al tercer grupo, Turgot fundará su oposición a las políticas públicas sociales en la adscripción al ámbito estrictamente privado y voluntario del deber moral de ayudar a los necesitados, al tiempo que Humboldt rechaza la acción pública benevolente porque esta impide progresar al hombre, con lo que debilita su dignidad humana. Constant calificará de inmoral y propia de un gobierno anticuado toda ayuda pública, afirmando que la modernidad exige un gobierno meramente garante de libertades. Bastiat es más sencillo y preciso, pues rechaza la benevolencia política debido al principio de responsabilidad, en virtud del cual cada individuo debe asumir las consecuencias de sus acciones y de su concepción de la vida. Por último, Spencer se muestra favorable a respetar el curso espontáneo de la evolución progresiva hacia un hombre definitivo, de modo que cualquier intromisión en esa evolución (como es el caso de la intervención pública) es considerada como un obstáculo para el logro de esa meta. Como veremos, muchas razones y muy heterogéneas en un horizonte ideológico complejo y plural en el que la única nota común es el rechazo del igualitarismo como sistema. La cuarta conclusión es que en el siglo XX se ha producido lo que he dado en llamar una “dislocación” en el concepto del liberalismo como consecuencia de una inapropiada recepción del liberalismo clásico. El liberalismo más visible y laureado del siglo XX, representado por autores como Mises, Hayek, Friedman o Nozick, entre otros, ha intentado redefinir el concepto de liberalismo, excluyendo cualquier atisbo de obligación política respecto de lo social, proponiendo un Estado radicalmente ajeno a esta cuestión. Esta corriente identifica el liberalismo fundamentalmente con el ideario y las doctrinas de los autores del tercer grupo, es decir, del relativamente exiguo elenco de pensadores liberales opuestos a cualquier política pública de ayuda a los necesitados; o con alguna interpretación algo sesgada de otros liberales, como Smith. No se trata aquí de cuestionar la defensa de unos u otros postulados por parte de estos liberales contemporáneos, como de señalar el propósito de reescribir una tradición excluyendo de la misma a cuantos dentro de ella han acogido un liberalismo con sentido social. Acusaciones recurrentes de desviacionismo del verdadero liberalismo y de contaminación socialista o estatista han pretendido, y quizá conseguido, poner en tela de juicio la reputación de una larga y amplia nómina de liberales ciertamente atentos a los problemas sociales y comprometidos con su solución. Como hemos pretendido demostrar, los liberales clásicos situados en esta línea constituyen un grupo no sólo más numeroso, sino también más relevante, que el de aquellos que propugnan la tesis opuesta. Este rechazo de las concepciones originarias, que son también patrimonio del liberalismo, ha dado lugar a la reconstrucción de un relato histórico de la tradición que, en definitiva, niega y oculta la heterogeneidad doctrinal y temática del liberalismo y expulsa de forma arbitraria aquellos componentes que le incomodan. Este moderno y rígido liberalismo, que aspira a monopolizar y administrar la pureza liberal, no debe impedir la recuperación del legado de la tradición liberal clásica, que admite mayoritariamente y como parte esencial de su cuerpo doctrinal, tanto la necesidad de dar una respuesta a la pobreza y a la cuestión social, como de reflexionar sobre los mecanismos que conducen a evitarlas. Tradición que no precisa de la posterior legitimación o deslegitimación por parte de otros liberales erigidos en guardianes de un dudoso esencialismo. Un liberalismo que se avergüenza de sus padres liberales, que los oculta, rechaza su genética ideológica. El rechazo de los orígenes, el rechazo a la estirpe solo conduce a negar la incontestable diversidad de corrientes en el liberalismo y se opone a la variedad enriquecedora que le proporciona fortaleza; una variedad plenamente compatible con la común de defensa de la libertad y el rechazo del igualitarismo como sistema. Porque el liberalismo es mucho más que mercado, el intervencionismo limitado es parte del liberalismo y en él se incluye la posibilidad, y eventualmente la obligación, de políticas públicas de ayuda a los necesitados. El intervencionismo social es compatible con el liberalismo clásico o moderno, sin que esto de pie a injustificadas y extemporáneas acusaciones de herejía. Un liberalismo ajeno a los problemas sociales, cualquiera que sea la argumentación teórica de que se acompañe, ya sea de índole moral o puramente económica, es admisible, pero pretender convertirlo en el único y verdadero liberalismo choca con lo que el liberalismo es y ha sido, esto es, una rica tradición ideológica que trasciende esa concepción reduccionista. No reconocer esto, conduciría a una disputa fratricida estéril, que debilitaría el potente bagaje que el liberalismo tiene y que le desproveería de una de una bandera bien aprovechada por el socialismo, como es la preocupación por la cuestión social. Nada más absurdo para una ideología que abandonar una parte constitutiva de su núcleo medular, por ignorancia o por temor, en un ejercicio de conservadurismo que obstruye su propia evolución. Por otra parte, este sesgo interpretativo ha facilitado la errónea equiparación entre liberalismo y mercado o entre liberalismo y capitalismo. Un desplazamiento de la frontera entre el liberalismo y el socialismo o el estatismo que entregase al socialismo a autores de la talla de Mill, Tocqueville, Kant u otros liberales de linaje sería fatal para la pervivencia del propio liberalismo. Una indudable torpeza. Un liberalismo que renuncia a su propio patrimonio doctrinal no deja de cederlo al adversario. La quinta conclusión es que todos los liberalismos, en la medida en que comparten una misma matriz, pueden coexistir sin merma de su diversidad. Esa coexistencia exige tolerancia intelectual y flexibilidad de ideas. Frente a cualquier intento reductor, lo que el liberalismo necesita es fortaleza para seguir defendiendo la libertad individual. El liberalismo no está agotado, porque la defensa de la libertad individual no tiene fin, solo tiene finalidad y, por ello, el debate entre los liberales debe reintegrar la cuestión social como esencial a su pensamiento, y debe reflexionar sobre el límite de la acción social coactiva en un contexto de común hostilidad a una sociedad igualitarista, sin que ello impida concretas actuaciones igualitarias. Si ese debate se aborda se podrán recuperar las armas cedidas, ganar terreno de juego y lograr una sociedad más próspera y más humanitaria, sin pérdida de progreso individual ni económico. Un liberalismo indiferente a lo social limita la intrínseca sociabilidad liberal. Porque no caben sospechas hacia un liberalismo que admite un limitado intervencionismo social, quizá el rígido liberalismo contemporáneo deba efectuar un ejercicio de control de su pesimismo. Un liberalismo social es un liberalismo con estirpe y, si el liberalismo decide renunciar a lo social, dejará el camino libre a un contradictorio “socialismo liberal”. Liberalismo que quedaría arrinconado por renunciar a sus propias ideas, pues su peor defensa es renunciar a sus orígenes doctrinales, entregando de esta manera argumentos propios a quienes pretenden derrotarlo. Como sea, los fallidos intentos históricos para alcanzar un consenso liberal no invitan demasiado al optimismo. La última y sexta conclusión es que el liberalismo debe readaptarse sin demora a los tiempos actuales. El liberalismo ha perdido fuerza como alternativa política porque no ha sabido reaccionar a los cambios del siglo XX. Le ha faltado flexibilidad y le ha sobrado rigidez; una crisis de identidad que también padece la socialdemocracia en este momento. La rapidez de los tiempos ha superado las expectativas históricas que se presuponían inmediatas y han aparecido contextos que exigen reformular las ideas. El material con el que está hecho el hombre es la libertad. Este es el núcleo innegociable. El debate entre liberales se inicia con el concepto de libertad, pero eso para un liberal no debe ser un asunto que temer.