Crisis y patologías de civilizaciónun estudio sobre la crisis de la modernidad y las patologías del presente

  1. Zuluaga Daza, Juan David
Dirigida por:
  1. Luis Sáez Rueda Director/a

Universidad de defensa: Universidad de Granada

Fecha de defensa: 24 de enero de 2014

Tribunal:
  1. Aurelio Arteta Aisa Presidente/a
  2. Óscar Barroso Fernández Secretario/a
  3. Vicente Sanfélix Vocal
  4. Germán Cano Cuenca Vocal
  5. Emmanuel Alloa Vocal

Tipo: Tesis

Resumen

Crisis y patologías de civilización: un estudio sobre la crisis de la Modernidad y las patologías del presente Resumen El objetivo de la investigación fue el de estudiar la crisis de la Modernidad. Se observó que la crisis del presente está generando patologías de civilización. A cada una de estas cuestiones se le dedicaron sendas partes en el texto presentado. Para estudiar la crisis de la Modernidad era necesario, en primera instancia, saber qué significa crisis. En un segundo momento se debía definir la Modernidad, tanto en sus límites temporales como conceptuales. Posteriormente se postuló una tesis de por qué la Modernidad está en crisis y se estudiaron las peculiaridades y las características de dicha crisis. En la segunda parte se estudiaron las patologías individuales y las patologías de civilización. Se intentó una definición de lo sano y de lo patológico, tanto en el ámbito del individuo, como en el de la civilización. Para el estudio de las primeras, la investigación se centró mayoritariamente en los pensadores de la escuela del análisis existencial. Se estudiaron las dimensiones espaciales y temporales del sujeto como constituyentes del ser-en-el-mundo y la manera en que su perturbación desemboca en lo patológico. Patologías contemporáneas fueron estudiadas a la luz de las consideraciones que sobre la crisis se habían realizado. Para el dominio de la civilización, se indagó si era legítimo hablar de «patologías de civilización». Posteriormente se postuló la hipótesis de que la patología de civilización de mayor relieve en el presente es una neurosis social. Se caracterizó la neurosis y se intentó mostrar la manera en que ésta se hace social. Sus manifestaciones y sus consecuencias fueron también estudiadas. *** Patologías Frente a la falta de sentido que puede incluso conducir a la muerte, la filosofía tiene como responsabilidad intentar procurar respuestas. Pergeñar una filosofía que moralice y dé sentido. Mientras tal tarea se lleva a feliz término, hay que intentar comprender el mundo del enfermo, las variaciones estructurales que lo conducen a la enfermedad y, en ocasiones, a la locura o a la muerte. Tal fue el propósito de la segunda parte del escrito. Al comienzo se intentó definir lo sano y lo patológico y se observó que lo patológico no es, como en ocasiones se ha sostenido, lo contrario de lo sano, sino su disminución. La plasticidad en los movimientos, la amplitud de posibilidades, un repertorio amplio de respuestas, en una palabra, la libertad delata un espíritu sano, más aún, es lo sano. La sedimentación de las respuestas, la escolastización de las maneras, el no saber sino responder de un único modo a la inmensa variedad de situaciones que ofrece la vida, es lo patológico. Bien para una persona, bien para una civilización. Y esa enfermedad puede conducir a la locura o a la muerte, y a una civilización, a su ruina y su destrucción. Se trata de una depauperación de los recursos vitales, una incapacidad por amoldarse a la plétora de circunstancias que ofrece la vida, que hace que el enfermo se vea sometido a un estrecho y obsesivo círculo existencial. Las consecuencias de esta reducción existencial, tal y como la vive el enfermo, son la pérdida de autonomía y la pérdida de libertad. En su estudio sobre los compulsivos, von Gebsattel hace notar que, a diferencia del hombre sano que vive siempre en una atmósfera de libertad, el compulsivo ve reducida su libertad por la rígida rutina que su compulsión le impone . La existencia del hombre sano se desarrolla en un campo de libertad que el compulsivo desconoce. El mundo de aquél puede mostrarse de una manera o de otra; muchas y muy diversas vicisitudes pueden modificarla, pero el compulsivo vive su existencia según una liturgia rígida y determinada. La persona enferma, hacía notar Ludwig Binswanger, en lugar de enfrentar la situación tal y como ésta viene, en lugar de leerla y apreciarla según la textura abigarrada del mundo, es presa de la situación y es ella la que se impone arrolladoramente, lo que muestra en todo su descarnado patetismo la pérdida asombrosa de autonomía que la patología supone. No es un yo libre e independiente el que decide y afronta las circunstancias, sino un yo fijo, sedimentado, un yo dependiente y esclavo, determinado por el mundo y las situaciones; un yo cuya soberanía se ve tremendamente mermada, en donde la libertad se convierte en coacción y la existencia en acontecimientos mecánicos y sedimentados . Por ello hacía notar Binswanger que una existencia sana es difícil que se desquicie o se hunda por completo debido a la contextura inmensa y variada de referencias y circunstancias que ésta alberga, pues cuando una zona de la existencia se ve amenazada otras sirven de apoyo. Pero cuando una existencia se rige por una o muy pocas categorías que sirven de directriz a su vida, cualquier amenaza puede echar abajo ese mundo . Esta restricción de la libertad individual que es la patología, supone una alteración en la manera como se vivencian el tiempo y el espacio: en una existencia predomina el pasado; en otra, en cambio, el futuro; una más, no puede ver la diferencia entre un día y otro. El espacio, para el enfermo, sufre también una alteración en tanto no se desprende de su ser en el mundo la perspectiva que el objeto reclama y la intersubjetividad exige, sino que pierde la inserción corporal en el mundo y vaga como en un espacio sin horizonte. Crisis y crisis existencial Adviene la crisis existencial cuando una existencia se satura, por causa de un detonante que desencadena la crisis. Esta definición de crisis existencial no es sino la aplicación a un caso concreto de lo que debe entenderse por crisis tal y como se definió en la primera parte del texto: La crisis aparece como resultado de una saturación de las posibilidades inmanentes de un proceso, un momento histórico, un modo de producción, una perspectiva histórica dados. Dicha saturación produce un desbordamiento que trae como consecuencia una crisis, que, más aún, es la crisis, su manifestación patente y objetiva. Por ello, la crisis presenta siempre esa doble cara de culminación y comienzo, como ya estaba presente en la voz griega ¿¿¿¿¿¿¿¿ que entraña terminación y posibilidad; la oportunidad, justamente, de lo que allí comienza. El desbordamiento viene producido por un detonante que es la gota que rebosa el vaso. Pese a la resonancia que tiene el detonante, no debe éste confundirse con la causa de la crisis, porque el detonante puede ser azaroso o arbitrario, mientras que la causa obedece siempre a una lógica y a un desarrollo histórico. Entra también en escena un elemento catalizador que causa o simplemente acelera el proceso que conduce a la crisis. Y la crisis es siempre ineluctable, pues como quedó anotado en la propia definición de crisis, ésta es el desbordamiento de las posibilidades inmanentes, pero siempre limitadas de una situación. No debe, por último, confundirse la crisis con la decadencia, porque esta última puede ser tanto causa como consecuencia de una crisis determinada. Los vectores de la existencia El tiempo Aunque la escuela del análisis existencial pone el acento del tiempo en el futuro, como la instancia temporal más definitoria de una existencia, lo cierto es que las tres instancias temporales (pasado, presente y futuro) tienen análoga entidad. Porque somos lo que hemos ido siendo, y ese estar siendo constituye el yo que es una persona determinada en cada instante. Ese estar siendo constituye el carácter. Pero debe comprenderse que el carácter no es un estatuto fijo de la persona, sino unas maneras, un estilo, una forma de ser que delata la existencia de cada persona y que muestra también la influencia del pasado en la constitución y la manera como se enfrenta el presente y se comprende el futuro. También el futuro es determinante porque, incluso el pasado que nos narramos está condicionado por él . El influjo del pasado es hondísimo, pues nada de lo que es vivido por una existencia queda completamente olvidado. El pasado configura un caudal siempre operante sobre nosotros y tiñe las decisiones de toda una vida. Como el tiempo tiene su valencia, hay personas que se apoyan en el pasado mientras otros prefieren fijarse en el futuro; diferencia que da lugar a la distinción entre personas prospectivas y personas retrospectivas. Los primeros valoran el futuro y ven en el pretérito fases superadas o mera preparación para un futuro mejor que está siempre por llegar; los segundos, ven en el presente lo inacabado, lo transitorio, lo incompleto, y, en ocasiones, se refugian en la añoranza de un pasado ideal. Patologías de la temporalidad Se señaló que, aunque haya diversas maneras de comprender y de vivir el presente, puesto que el instante puede ser henchido con formas pobres o ricas, sublimes o viles, interesantes o aburridas, felices o tristes..., resulta patológico no poder asir el presente para llenarlo de plenitud. Cuando se muestra cierta incapacidad para llenar el instante, cuando se muestra cierta ineptitud para estar en la situación que demanda el momento, hay entonces indicios de una patología, que fue denominada como patología de la dispersión . Pero quienes sólo saben vivir el presente, caen también dentro de lo patológico. Esta sensación de vivir en un eterno presente, la sensación de que «no se mueve ni una hoja» y «a mí nada me pasa», es propia de ciertas depresiones, caracterizadas, como suelen estarlo, por una disminución o un estancamiento y hasta una detención del flujo del tiempo . Sentido El problema del sentido cobra todo su vigor en el ámbito de la libertad. Una acción que se repite mecánicamente es una acción que carece de sentido. Aunque también es cierto que la pregunta por el sentido gana mayor relieve en los momentos de crisis (sociales o epocales), pues en tales períodos se desvanece el sentido. Se despliega el sentido en al menos dos vertientes: el sentido de la historia y el sentido de la vida. Las dos perspectivas se copertenecen y se alimentan, porque el sentido de la historia debe entenderse como el instante en el que cada hombre vive, y el sentido de la vida, incardinado siempre en ese momento histórico, debe comprenderse como el empeñarse en una acción o un instante determinados. Aquí se deja ver por qué es tan grave el problema de la autenticidad: sólo hay sentido cuando hay autenticidad. Quien sigue las sendas ya transitadas por alguno o por la masa, los caminos ya recorridos, quien profiere los discursos ya dichos y las palabras gastadas, ése encontrará guía en sus acciones, pero no sentido en sus actos. Hay una tercera dimensión del sentido: se trata del campo de sentido que todo acto presupone, relacionado con la realidad que nos circunda, con el mundo que habitamos. Por último, en relación con el problema del sentido, se anotó que hay un acto particular que, aunque portador de sentido, es también la negación más radical del sentido. Este paradójico acto es el del suicidio. En torno al problema del suicidio, frente a las tesis de varios autores que encuentran en él una revancha neurótica contra el mundo (Adler), en contra de la tesis que lee el suicidio como una falta de responsabilidad con el mundo y una absolutización del sí mismo (Chesterton, Jaspers), se mostró el suicidio como una impotencia fruto de la desesperación. Precomprensión y principio de coherencia Como parte constituyente del ser-en-el-mundo, se estudió la noción de la comprensión y la manera en que se objetiva en la existencia. La precomprensión es un fondo anímico sobre el cual se dibuja el mundo. Es un fondo que, aunque es estable, no es permanente pues es susceptible de variar en el tiempo. No se trata de un fondo consciente, y sin embargo está siempre latente y se expresa, silenciosamente, a través de las disposiciones y las acciones de cada cual. Es este caudal anímico, que no se agota ni en lo puramente psíquico ni en lo puramente físico, el que explica diferentes actitudes frente a estímulos iguales. Este fondo anímico, anclado en la existencia como está, delata la subjetividad peculiar de cada quien. Anclado en esta precomprensión está también ese caudal que es el repertorio con que cuenta cada persona para enfrentar las circunstancias cambiantes y pletóricas del mundo y de la existencia. Este caudal se configura como un sistema que se denominó principio de coherencia. Se trata de un principio tácito que hace que las acciones de cada quien sean coherentes con sus principios. Éstos, no obstante, son susceptibles de cambiar con el tiempo. En cada momento se van moldeando, sin que ello impida que se constituyan de manera estable por períodos prolongados. De tales principios es de esperar la constitución de un marco de veracidad, aunque no necesariamente se conforme un marco ético. Tal marco es garante de veracidad porque un alma coherente producirá, a partir de su naturaleza, pensamientos análogos que delatan la forma de ser, el carácter, el estilo de cada quien. En torno a la disyuntiva de Jaspers, que cree encontrar dos actitudes posibles frente a las jerarquías de valor ¿la actitud ética y la estética¿, la propuesta esbozada en el texto permite rebasarlas, pues incluso la que llama Jaspers actitud estética caería dentro del dominio del principio de coherencia. Conviene señalar además que, frente al principio de coherencia, las objeciones del cínico y del escéptico se quedan sin piso, porque si renegaran del principio tácito de coherencia dejarían de serlo (de ser cínicos o escépticos, se entiende). El principio de coherencia se mostró histórico en un doble sentido: cambia o puede cambiar con el tiempo y supone una negociación (tácita en ocasiones) con el propio pasado. Cuando la vida es auténtica, hay una tendencia natural y secreta a buscar la coherencia. Y tan así es, que se prefiere la falsa coherencia a la incoherencia y el delirio al sinsentido. Patologías En el plano ontológico, tres patologías fueron identificadas: las patologías de la disgregación, las patologías de la dispersión y las patologías de la literalidad. Las primeras se observan cuando hay un sobresalto en el principio de coherencia o cuando se desdibuja el yo. Fenómenos como la locura o la esquizofrenia pueden explicarse por esta descomposición del yo. Manifestación recurrente de esta disgregación es la falta de con-centración en los pacientes. Ahora bien, dicha descomposición debe tamizarse con dos filtros, porque ni la descomposición es tan arbitraria hasta el punto de que no pueda sacarse de ella cierta «norma» ni puede ser tan cabal que sea ya imposible traer de nuevo al enfermo al mundo de los sanos. Muchas de las investigaciones del análisis existencial, en efecto, están encaminadas a encontrar cierta típica en la patología que crearía su propia norma (por ello es posible agrupar a una serie de enfermos bajo una misma categoría). Yace allí un principio ordenador que permite comprender el fenómeno no como una dispersión absoluta o caótica, sino como uno que reviste cierta regularidad. De esta manera, el individuo morboso, incluso el delirante, intenta una reconstrucción de su mundo con los escombros que las ruinas del mundo que habitaba anteriormente le permiten. Aun en el caso del orate, el intento es el de darle coherencia a un mundo que, por causa de la crisis existencial, se derrumbó. La locura aparece entonces como el esfuerzo que el delirante hace por dotar de nuevo de sentido y de significado a un mundo que los ha perdido. Y la realidad tiene sus signos para él, aunque a un observador externo puedan parecerle incomprensibles o arbitrarios. Puesto que emprende la tarea de reconstruir su mundo, la locura es menos una sinrazón que la construcción de una nueva racionalidad o de una nueva lógica con los materiales que la crisis le deja a mano. El segundo matiz que se impone es el límite que tal descomposición encuentra. Aunque la patología es resultado de una descomposición, sigue el enfermo guardando una especie de estructura interna que le confiere unidad y coherencia a sus actos. Nunca el enfermo pierde por completo el contacto con la realidad, como nunca se está completamente dormido, porque entonces ya no sería posible despertar. La crisis, por tanto, no puede ir más allá de los límites de la propia persona; límites que son intrínsecos al yo. Esos límites son los dominios que aún le quedan a la salud para la restitución del paciente. Las patologías de la dispersión, por su parte, se caracterizan por un estar presente y ausente a la vez. Esta característica, tan propia de nuestros días, se ha visto fomentada por la aparición de nuevas tecnologías que, paradójicamente, nos acercan de quienes están lejos y nos alejan de quienes tenemos cerca. De esta patología de la dispersión se desprende un errar sin rumbo y sin cesar y una insatisfacción de sí y del presente que con justicia pueden tildarse de patológicos. Por fin, las patologías de la literalidad denotan una cierta incapacidad para la abstracción, un no poder superar lo meramente concreto que presenta la situación. En su estudio con pacientes que habían sufrido lesiones cerebrales, Kurt Goldstein encontró que tales pacientes habían perdido la capacidad de abstraer, quedándose condenados a la situación concreta. Se obturaba de esta manera el mundo de los posibles, y se constreñía radicalmente el ámbito de la libertad . Es la misma rigidez que se observa en el fenómeno compulsivo. Quien padece el mal no puede actuar al margen de cierto procedimentalismo que le impone un estricto «orden del día». Y cuando no lo sigue con rigor debe volver a comenzar. Goldstein, en su estudio sobre el lenguaje de los esquizofrénicos, observó que los pacientes mostraban cierta incapacidad para emplear palabras genéricas que denotaran categorías o clases. Un marcado concretismo signaba el lenguaje y las acciones de los pacientes. Empleaban las palabras, por ejemplo, para nombrar colores individuales de una situación definida (en el test de los colores sostenían: este es el verde del césped de mi casa, este es el verde de la camisa de mi hermana, aquel otro es el verde de las montañas de mi pueblo,...), de modo que las palabras se tornaban individuales y no representaban una clase, sino una propiedad del objeto . De esta patología marcada por un alto nivel de concreción se desprende un acentuado egotismo en nuestros días como una de sus consecuencias más graves. Pero puede ocurrir también que esa incapacidad para la abstracción se desplace también al dominio de la acción con lo que se encontraría una de las principales causas de deterioro del entramado social: un autismo de la acción; es decir, una acción que sólo se preocupa por quien la desempeña y no considera las consecuencias que ella pueda tener en un marco más amplio que al cabo es dentro del que tal persona vive (una ciudad, una sociedad, un mundo). Patologías de civilización En este apartado el primer propósito fue el de estudiar si resultaba legítimo hablar de patologías de civilización. Se aceptó la categoría y al respecto se hicieron ciertas consideraciones metodológicas. No hay una patología de civilización porque todas las personas estén enfermas, sino porque pueden estarlo; de manera análoga a como no hay mal tiempo porque haya uno dos aguaceros, sino por la propensión a que los haya. Posteriormente, y retomando las consideraciones que sobre la persona sana y la patológica se habían hecho, se estudiaron los dominios de lo sano y lo patológico en el plano de la civilización. Si para el individuo la patología se observa como una restricción de la libertad como consecuencia de una sedimentación de las posibilidades de la persona, otro tanto puede decirse de la civilización, pues una civilización cae en el dominio de lo patológico en el momento en que ya no puede responder con amplitud, con imaginación y con libertad a las tareas que su devenir le impone. Está enferma una civilización cuando antes que las personas, importa el rito, el procedimiento, la burocracia. Está enferma, cuando es incapaz de crear nuevos mundos que estén a la altura de los que los tiempos demandan. Buen ejemplo de esa obstinación en el rito y las formas lo encontramos en la América precolombina, para cuyas comunidades primaba el orden por encima de todo otro atributo. De esta manera, el individuo se veía no sólo exento sino hasta incapacitado de asumir toda responsabilidad, pues ya todo estaba establecido y fijado de antemano. Análoga sedimentación se encontraba en el dominio de la lengua, en donde lo que importaba era la repetición exacta de sentencias y discursos ya proferidos. La neurosis social Aunque algunas escuelas psiquiátricas hayan prescindido del uso de la categoría de la neurosis, los padecimientos que tal categoría denotaban siguen apareciendo en nuestro tiempo, por lo que parece lícito emplear la categoría, sólo que ahora extrapolada al plano de la filosofía y en el ámbito de la civilización. La caracterización del carácter neurótico se hizo sobre la base del estudio riguroso que de la cuestión había realizado Alfred Adler. Según las conclusiones que su estudio de pacientes neuróticos le permitió extraer, la neurosis se desarrolla como consecuencia de una deficiencia que genera un sentimiento de inferioridad y que conmina al individuo a compensar tal inferioridad mediante diversos recursos. Conviene hacer notar, sin embargo, que el neurótico no posee un solo rasgo de carácter que le sea propio, sino que tales rasgos aparecen con mayor intensidad que en la personalidad «normal». La principal característica de las personalidades neuróticas es que suelen guiar su conducta y su acción según un objetivo ficticio. Tal mecanismo es propio de sanos y enfermos, pero el individuo sano sabe y puede volver a la realidad cuando las circunstancias se lo exigen, mientras que el neurótico tiende a aferrarse a su ficción. Tanto más se aferrará el neurótico a su ficción conforme sea mayor su sentimiento de inseguridad. El hombre sano no se aferra tercamente a tales líneas de conducta, sino que intenta armonizar su acción con la realidad; con sus normas y sus exigencias. Otras características son la ambición, el orgullo, el egotismo, la envidia, la avaricia; pretende en todo momento deslumbrar y ser el primero y tiembla ante la posibilidad de un fracaso y retrocede cuando debe tomar una decisión. De allí proceden su conducta vacilante y cautelosa, su desconfianza y su indecisión . Una primera veta por donde discurre la neurosis social es la brecha que se abre entre lo que cada persona es y los valores que proclaman unos medios de comunicación que en nuestros días gozan de un influjo inmenso. Otra vertiente por la que emana la neurosis social es la que procede de una constante depreciación del otro, propia del individuo neurótico, mediante la que intenta elevar su sentimiento de personalidad rebajando a sus semejantes. Se propuso que lo que se ha dado en llamar «darwinismo social» es un crudo resultado de esta dinámica nefasta que ha terminado por imponerse en ámbitos amplios de la realidad. De esta manera se genera una dinámica de oposición que inhibe incluso el sentimiento de sana admiración por los demás, porque el neurótico pretende siempre una posición de preeminencia en todas las situaciones sociales. Este personalismo que se traduce en un poner siempre de relieve el yo (consecuencia de la acentuación que durante toda la Modernidad ha tenido la figura del individuo), ese personalismo exacerbado que mina el sentimiento de comunidad, explicaría algunos de los males más preocupantes de nuestro tiempo: la anomia, la corrupción y una agresividad que está siempre bien dispuesta a explotar frente al más mínimo incidente. El Estado neurótico Se mostró que el Estado, más allá de lo que pueda aducirse en una versión meramente organicista del mismo, cuenta con un carácter que se trasluce a través de los dictámenes y las disposiciones que emanan de quienes lo constituyen y lo conforman. Luego se estudiaron los dos planos de acción en los que se desenvuelve el Estado: en el ámbito interno gobernando a sus ciudadanos, y en el externo en su relación con otros Estados. Puesto que la legislación es un coto a los deseos de los ciudadanos, debe el Estado preocuparse por que tal legislación no sea excesiva, pues podría causar la rebelión o la revolución. En esa tensa dialéctica, el Estado teme por dejar de gobernar y los ciudadanos temen por verse oprimidos. Este temor estatal viene alimentado por el hecho de que cada orden que es dada deja en quien la recibe un aguijón del que éste quiere desprenderse. Generalmente se hace sobre un inferior, pero hay momentos en los que se descargan los aguijones sobre los superiores: son los momentos de revolución . Para evitar la sublevación, desarrollan los Estados características neuróticas, tales como la previsión y la anticipación, no sólo con el propósito de brindar seguridad, sino, sobre todo, con el fin de asegurarse. Por la vigilancia tenaz y perpetua que ejerce sobre los ciudadanos comienza a insuflar una neurosis en los ciudadanos. Se recalcó el hecho de que si para los individuos deslindar el campo de la neurosis del de la normalidad es tarea difícil, por no presentar el neurótico rasgos que le sean propios, en el campo estatal es más difícil si cabe, porque resulta evidente que el Estado requiere de esos mecanismos que desarrolla para su perpetuación (legislación, burocracia, previsión, anticipación,...). Parece, no obstante, que cae en el dominio de lo patológico una vez que tales mecanismos dejan de estar a disposición y para el servicio de los ciudadanos y se vuelven mero instrumento de la perpetuación y el dominio estatales. En el instante en el que la legislación, el sistema burocrático y toda la labor estatal no están ya al servicio de los ciudadanos para crear las condiciones más favorables para que cada quien pueda desarrollar, dentro del campo de la libertad, su proyecto de vida buena, sino que están dedicados todos estos medios a la opresión de los ciudadanos; cuando todos los mecanismos del gobierno se autonomizan y pierden a aquél de vista, cuando sigue sus propios preceptos llevado de una ciega entelequia, entonces cae el Estado en el campo de la patología estatal y podemos hablar con propiedad de un Estado morboso. Y se juzgó que un Estado, cuyo principal propósito es el de velar por la vida de los ciudadanos, se extralimita toda vez que, mediante la pena de muerte, atenta contra la vida de los gobernados. Infligir la muerte es un acto neurótico por excelencia: es un acto mediante el cual se pone de relieve la superioridad indiscutible de quien lo ordena. Y este aspecto coadyuvaría a explicar ¿como una de las causas que puede incluso cobrar el lugar de línea directriz para la acción¿ el porqué de la guerra, pues el neurótico, con el fin de elevar su sentimiento de seguridad mediante la depreciación del otro podrá llegar, en los casos más graves, como señala Adler, a erigirse en señor de la vida y la muerte . Y para entrar en guerra se valdrá de los más disímiles recursos neuróticos que tenga a su disposición. También se intentó explicar a la luz de la neurosis social el nacionalismo, como resultado de la apreciación neta de sí aunada a una depreciación del otro. Como signos neuróticos del Estado se señalaron la anticipación y la previsión; la memoria y el interés. La burocracia es el resultado de la previsión que ha de desarrollar todo Estado. Tal burocracia se preocupa por conocer la identidad, el campo de influencia y de acción de los ciudadanos, mediante los documentos de identidad y las actas del estado civil (nacimiento, matrimonio, defunción, etcétera). Junto con el de la previsión se desarrollan también sentidos activos que de ésta se desprende o con ella se correlacionan: la memoria y el interés. Pero una memoria y un interés que, ejecutada dentro de los medios de lo que ha venido a denominarse biopolítica auspicia, puede caer en un interés morboso por la vida y las ocupaciones de los ciudadanos. Aunado a esta problemática, se encuentra la de la memoria, porque es característico de los neuróticos el no poder olvidar. De allí los minuciosos registros que sobre la vida y la muerte de todo individuo guarda el Estado; de allí el pasado judicial de los ciudadanos que predispone a una conducta particular con respecto a éste. Se observó que buena parte de la burocracia de no pocos Estados contemporáneos puede ser juzgada a la luz del foco neurótico, pues se trataría de mecanismos de protección encaminados a alimentar y perpetuar su voluntad de poder. Se trataría de poner en acción medios con los que cuenta el Estado para generar distancias, para hacerse infranqueable, invulnerable. No considerando suficiente el desarrollo hasta lo patológico de estos mecanismos, muchos de marcado tinte neurótico, el Estado exige esas mismas características a sus gobernados en el trato con él: la exactitud, la puntualidad, la minuciosidad... Se leyó también en clave neurótica el hecho de que la prosperidad de los Estados se midiera en términos exclusivamente cuantitativos. Debe recordarse que el ansia de acumulación tanto como el sentimiento de economía y aún la avaricia son expresiones típicamente neuróticas. De allí que las dos principales preocupaciones de los Estados actuales sean la de la producción y la del ahorro. Del sentimiento de inferioridad ¿que es también detonante de la neurosis¿ se mostró cómo estaba directamente relacionado con la que en filosofía política se denomina teoría realista. Porque no es necesario que un Estado sea realmente inferior para que desarrolle la neurosis; basta con que se sienta inferior para que ponga en marcha toda una serie de mecanismos y de previsiones encaminados a procurarse la sensación de seguridad en el ámbito internacional. Como en términos estrictos ningún país conoce la capacidad bélica real de su vecino o su enemigo, sólo puede valerse de una predicción, más o menos ajustada con la realidad, que le sirve como línea directriz para la acción. Se puso de relieve, por otra parte, que el Estado morboso es también susceptible de desarrollar una esquizofrenia, pues puede ser que actúe como neurótico en el ámbito internacional, pero como un Estado sano en las relaciones con sus súbditos o viceversa. Se matizó esta cuestión, no obstante, porque un Estado que comienza por desconfiar de sus vecinos y que cuenta con intrincados mecanismos de control y de vigilancia, es probable que se vuelva sensible frente a la amenaza potencial que sus ciudadanos significan. El lazo que se estableció entre el plano de los individuos y el del Estado es que, por una parte, el Estado pone coto a los deseos de los ciudadanos mediante la legislación, lo que predispondría a tales ciudadanos a desarrollar ciertas características de tinte neurótico, y, por otra parte, con la índole que le es propia al Estado, forma, hasta cierto punto, el carácter de los individuos, y estos, a su vez, van moldeando el carácter estatal; creando de esta manera una relación que se retroalimenta. Esto se puede apreciar en el hecho de que cada Estado procura formar a sus ciudadanos dentro de un marco que le permite perpetuarse. Quiere esto decir que ciertos Estados educan en la obediencia, otros en el emprendimiento, otros en la libertad, porque consideran que tales virtudes son las que mejor se avienen con su forma de gobierno, de justicia y de administración. Si el ciudadano, como causa de una neurosis que pudo haber instilado un Estado neurotizante, comienza a ver en el propio Estado a un enemigo, por las pesadas cargas impositivas a que es sometido, por los trámites burocráticos que debe sufrir, porque juzga injusta la manera como distribuye los recursos, porque la legislación le pone coto a sus deseos, entonces puede ocurrir que todos estos fenómenos contribuyan a generar una anomia generalizada dentro de la sociedad. Y si ello es así, puede ser que la mayor o menor anomia existente en una sociedad pueda explicarse por el mayor o menor índice de neurosis que muestran los Estados. Y como antídoto para enfrentar la anomia que puede suscitarse, se mostró que el Estado intenta ora contener a la masa ora sublimar su acción violenta, mediante espectáculos de diversa índole (dentro de ese marco general que José Antonio Maravall llamó una cultura administrada), y, más crudamente, mediante la guerra. Objetivaciones de la crisis Pese a la bibliografía amplia que sobre la crisis existe, no se ha hecho una filosofía de la crisis. Sólo en En torno a Galileo, de José Ortega y Gasset encontramos una reflexión sistemática sobre qué pueda significar crisis. La categoría se había extrapolado del campo médico (de donde surgió) al ámbito de las ciencias sociales sin que se reflexionara sobre sus características y su esencia. Como no siempre se tenía claro qué se entendía por crisis, los análisis que intentaban estudiar la cuestión tendían a superponer o a confundir distintos niveles de realidad. Para subsanar tal carencia se intentó una filosofía de la crisis, tal y como quedó ya explicado. Posteriormente se observó que, en términos generales, la crisis encuentra tres objetivaciones recurrentes, a saber: una crisis social, una crisis de época y una crisis de filosofía (aunque, por otra parte, puede ser posible que en una misma crisis concurran dos niveles o los tres). En una crisis de época es la propia realidad la que se hace como vagarosa y espectral. Son tiempos en los que las creencias sobre las que se asienta toda una civilización comienzan a gastarse y es necesario entonces reemplazar tales usos caducos por unos nuevos. Puesto que es la propia realidad la que se pone en entredicho son momentos en los que, para la filosofía, se impone el imperativo de escribir nuevas onto-logías. Se impone por tanto una renovación epistemológica que indague sobre el ser, sobre lo real y sobre la enjundia que la propia realidad pueda tener. Hay una crisis de la filosofía cuando el propio discurrir del discurso filosófico la conduce a un punto ciego. Un ejemplo de esta crisis lo encontramos en las disquisiciones que sobre lo real había hecho Parménides. Su reflexión no sólo agotaba las posibilidades latentes del ente, sino que no se avenían con lo que la experiencia le dictaba a los sentidos, por ello en tal momento aparece en el discurso filosófico la categoría de «elemento» con el fin de intentar superar el escollo que la reflexión filosófica había consolidado. Con respecto a la crisis social, el mayor indicio de la presencia de una crisis de este tipo es, quizás, la existencia de anomia en el interior de una comunidad política; esto es, el que algunas o muchas personas dejan de regirse por la legislación que se estableció para guiar los destinos de los miembros de dicha comunidad. Se sostuvo la hipótesis de que la crisis del presente, que es la crisis de la Modernidad, es una crisis tanto epocal como social. Para intentar explicar por qué había una crisis de la Modernidad y cuáles eras sus características, fue necesario primero intentar una filosofía de la crisis y, en un segundo momento, intentar una caracterización de la Modernidad, mostrando sus límites temporales y conceptuales. La Modernidad Se mostró que la Modernidad es un período histórico de Occidente (entendida esta última como una categoría histórica y no geográfica). Podría decirse que es una serie de presupuestos que constituyen una visión del mundo y del que se desprende una organización sociopolítica. Su zona de influencia no ha dejado de crecer desde el siglo XV, con la conquista de América primero y con el creciente influjo y la penetración cada vez más profunda de su modo de vida y de sus fundamentaciones sociopolíticas. Los límites temporales de un proceso histórico son siempre arbitrarios. Se trata de convenciones que los historiadores adoptan para caracterizar los distintos períodos históricos. Si hay unanimidad entre la historiografía para fechar el inicio de la Edad Media con la caída del Imperio Romano, el inicio de la Modernidad, en cambio, se muestra de más difícil acuerdo. En la presente investigación se propuso el año de mil cuatrocientos noventa y dos por lo que tuvo de definitivo y de definitorio de todo el mundo que allí concluía y del que habría de venir después. Antes de tal fecha aparecen visos o gestos de Modernidad en este personaje o en aquél, pero sólo más adelante podrá reconocerse un cambio de «estilo» que pretende hablar de un nuevo período. Con respecto al fin de la Modernidad es quizás pronto para decirlo, pero se propuso la hipótesis de que por lo que significó de caída y ocaso, el año de la caída del muro de Berlín (que fue también el período de la perestroika) podría servir como nota final de todo el mundo Moderno. En contra de las pretensiones de ciertos teóricos de finales del siglo XX que creyeron estar viviendo el fin de la Modernidad, se hizo notar que, contrario a ser una superación de la Modernidad, una Postmodernidad, como denominaron al período, los preceptos que bajo tal categoría se aglutinaban eran de viejo abolengo y que, por tanto, no se trataba de una Post-modernidad, sino de una para-Modernidad, pues los ideales que defendían habían surgido hace al menos dos siglos y sirvieron como ideas especulares y como contrapunto teórico de los valores en los que se enmarcaba el proyecto Moderno, por así llamarlo. La génesis de ese movimiento tiene un lugar y un momento preciso: la Alemania de Herder; aunque con el claro precedente de la Reforma protestante. Frente al escepticismo de ciertos historiadores con respecto a la posibilidad de trazar una frontera ¿y ya quedó explicado que tales rupturas no existen, sino que se trata de ficciones útiles para explicar el devenir histórico¿ entre el medioevo y el Renacimiento (por los presuntos «renacimientos» tempranos y anteriores al que la ortodoxia de la historiografía denomina Renacimiento y Humanismo), se mostró el giro que el Humanismo supuso con respecto a la manera como los medievales comprendían el mundo y vivían la vida. El cambio de una época a otra se observa en una mudanza del tono anímico o del color de los tiempos, en el papel que comienza a jugar el yo y la relevancia que cobra la figura del individuo, en el papel central que comienza a jugar el racionalismo a punto tal que se obtura todo posible resquicio a la trascendencia, y en la consolidación del Estado Moderno y del capitalismo (como modo de producción). Quizás ningún rasgo se mostró tan definitivo en la constitución del horizonte moderno ni tan preñado de fecundas consecuencias, como el hecho de que en la Modernidad se instaurara el yo como fundamento del mundo y como garante de verdad. Se halla en este paso ¿que no obstante tardará siglos en darse¿ el tránsito de la trascendencia a la inmanencia, así como la condición de posibilidad para un racionalismo pleno, para la epistemología moderna y hasta para la Reforma protestante. La nueva conciencia que el individuo tiene de sí se observa, por ejemplo, en la labor de los artistas, que, contrario al trabajo muchas veces anónimo de los eruditos de las cortes medievales, comienzan a firmar su obra; el desvanecimiento paulatino de los estamentos hace que cada quien deba labrar su propio destino; en la reflexión filosófica también el yo ocupa el centro y fundamenta la reflexión. Se mostró la importancia fundamental que en la conformación del mundo Moderno tiene el individuo y la manera en que su ascenso (es decir, el relieve que va cobrando paulatinamente) marca y modifica la relación entre éste y la comunidad. A la luz de esta relación se estudiaron las doctrinas del liberalismo y el comunitarismo y los supuestos de cada una de ellas que alimenta el debate entre las partes. Se mostró que, contrario a lo que ocurría en la Edad Media, en donde el individuo y las relaciones con el mundo estaban mediadas en primer lugar por su pertenencia a la comunidad (a una polis, a un gremio, a un estamento), en la Modernidad la relación se modifica y hasta se podría decir que se invierte. El comunitarismo, cambiando e interviniendo la secuencia histórica que para el individuo señalaba el mundo moderno, intenta anteponer de nuevo la comunidad. Se mostró que el origen del debate se asienta sobre la misma base que a la postre recogería el movimiento que dio en llamarse de «Postmodernidad». La razón que estudiosos han ofrecido para explicar posturas que caracterizarían al comunitarismo y a cierto discurso de la «Postmodernidad» es que se trató de una reacción de la Alemania de tiempos de Herder por el escaso desarrollo económico que a la sazón mostraba el país y el poco influjo en los destinos de la Europa occidental hasta el momento . Es la principal razón por la que comienzan a propugnar entidades como la patria, el terruño, el hogar, la diferencia y hasta el prejuicio . Diversas críticas se le hicieron al comunitarismo: no sólo se señalaron antinomias que le son características (como el pretender tratar por igual al oprimido y al opresor, a la víctima y al verdugo); sino que además confunde el pluralismo (que procura la concordia intercultural) con el multiculturalismo (que pretende marcar y ahondar las diferencias); desdibuja la categoría del reconocimiento y no es recíproco el reconocimiento que exige; intenta construir, por lo demás, un proyecto político, contrario, por ejemplo, al pluralismo que es resultado de un proceso histórico. Se puso de relieve también la contradicción que su propuesta entraña: porque, por una parte, exige que reconozcamos que todas las culturas tienen idéntico valor, y por otra, sostiene que todas las formas dentro de una misma cultura no gozan de igual valor, así como también sabe que las culturas conocen momentos de decadencia . Además de ciertos malabarismos teóricos difíciles de explicar: ¿Pero no todo aspecto de la diversidad cultural es digno de respeto. Algunas diferencias ¿el racismo y el antisemitismo son ejemplos obvios¿ no deben ser respetadas, aun si hay que tolerar ciertas expresiones de las opiniones racistas y antisemitas¿ . Esta que podemos llamar tolerancia pura, es sumamente peligrosa y contraproducente porque reclama tolerancia para quienes, precisamente, no saben ser tolerantes. Por último, cuando se reclaman leyes distintas para ciudadanos que jurídicamente eran y deberían ser iguales, se abre paso al arbitrio y se puede terminar ¿y esta es una de las razones por las que es tan delicado el debate¿ en el totalitarismo. Dos vectores más de particular importancia en la constitución del mundo moderno son el capitalismo y el Estado moderno. Se hizo una genealogía del Estado en el mundo moderno. Se estudia la definición que del Estado propuso Weber y se consideraron las glosas y los matices que estudiosos principales de la cuestión han hecho al respecto. Se mostró que el Estado pretende instaurar un monopolio de la violencia, no sólo física, sino como lo hizo notar Bourdieu, simbólica . No se trata de que el Estado logre efectivamente en todo momento y para todos los rincones donde ejerce soberanía un monopolio efectivo de la violencia, sino, más bien, trátase de una creciente tendencia a que sea de este modo. Y más aún, el monopolio que instaura el Estado es un monopolio de la legitimidad, lo que significa que el Estado es la fuente de toda legitimidad del poder físico. Es decir, el Estado tiene el monopolio de la decisión: el poder decretar cuándo se viola el orden jurídico que presupone la normalidad y cuándo, en consecuencia, puede decretarse el Estado de excepción . Además de la consolidación del monopolio de la violencia, es característico del Estado moderno un proceso de racionalización en las normas que supone la legitimidad del orden jurídico y que, históricamente, fue un intento por abolir privi-legios (leyes privadas) que beneficiaban a partes o personas determinadas del todo social. Ésta es la razón por la que el retorno a distintas condiciones jurídicas en el interior de un mismo Estado, como lo pretende el comunitarismo, se muestra tan grave. Tal racionalización significa también que la justicia no puede estar al arbitrio del señor, sino que el poder, el juicio y, en general, todas las disposiciones estatales y gubernamentales deben estar sujetas a normas fijas y establecidas y nunca al arbitrio o la voluntad del señor o gobernante. Norbert Elias demostró que el surgimiento del monopolio de la violencia y del monopolio fiscal es simultáneo, y a tal punto que la desaparición de uno supone también la desaparición del otro y, en consecuencia, del Estado. Puesto que los Estados modernos en formación necesitaron mayores rentas que las que podían recaudar los Estados feudales, se dio el tránsito de un gobierno indirecto a uno directo, prescindiendo de los intermediarios que servían de vínculo entre el poder central y los gobernados. Pero también, al no haber estado el capital ligado a territorio alguno, tuvo que crear condiciones propicias para que el capitalismo (como modo de producción, pues como mecanismo de intercambio parece insuperable) fuera viable. De allí que, en este marco, las principales tareas del Estado fueran la consolidación de un marco jurídico estable y la profundización del proceso de racionalización. Se puso de relieve, entonces, que el surgimiento del Estado moderno coincide con el del capitalismo, porque la mentalidad del mundo burgués que comenzó a gestarse le dio la tónica general a los tiempos que estaban por venir y porque el derrumbe paulatino de las antiguas estructuras feudales supuso el tránsito de la Edad Media a la Modernidad. La crisis de la Modernidad Se postuló la tesis de que la crisis de la Modernidad obedece a la existencia de una anarquía, en el sentido más etimológico del término (¿¿¿¿¿¿¿), el de falta de principio (¿¿¿¿). De allí proviene la causa de su enfermedad (in-firm¿tas, falta de firmeza). Postura contraria a otras caracterizaciones de la crisis de la Modernidad que intentan mostrarla como un período que ha estado sujeto a una «crisis permanente»; pues postular tal binomio supone desconocer bien lo que significa crisis, bien lo que significa permanente. Se observó que tal anarquía marcha fundamentalmente por tres caminos, a saber: el nihilismo, la ausencia de un estatuto axiológico y la ausencia de una jerarquía vital. Sobre el principio (¿¿¿¿) se hizo notar que, en tanto horizonte último de constitución de un saber, es inmutable (la ética siempre será un intento por delimitar el bien del mal), aunque tal principio pueda actualizarse con el paso del tiempo. Con la decadencia del principio, se recalcó, adviene la disolución social. Con respecto al principio político se hizo notar que, si en la Edad Media la legitimidad política encontraba su fundamentación en la trascendencia, bien de manera mediata o inmediata, ya en los albores de la Modernidad se vislumbra el tránsito a una concepción diversa que encuentra la fundamentación política ora en el soberano ora en el pueblo, pero siempre en la inmanencia. La unidad política, respondiendo al principio que la fundamenta, se observa en el hecho de que todos los ciudadanos de un país se rigen por una misma Constitución Política. Que existan constituciones políticas diversas al interior de un mismo país (como ocurre, por ejemplo, con ciertos resguardos indígenas, al interior de algunos países americanos) muestra que el principio político que fundamentaba el Estado moderno se está desvaneciendo. Que haya organizaciones no gubernamentales ¿y es el único contrapeso legítimo que reconoce el Estado contemporáneo¿ como contrapeso de un Estado que otrora se mostró absoluto es otro signo de la saturación del principio político del Estado moderno. Un signo más de la crisis del principio político, el más preocupante, quizás, es que hayan comenzado a aparecer ciudadanos de diversas categorías; esto es personas jurídicamente distintas en el interior de un país por causa de las denominadas «política del reconocimiento» y «discriminación positiva». Puesto que la historia de Occidente ha sido, desde que apareció la filosofía, un esfuerzo por explicar racionalmente el mundo, el hecho de que en la actualidad se encuentre en entredicho la razón ¿no como en otras épocas, en las que la realidad, por estar una sociedad o una civilización viviendo una crisis epocal, tiene que ampliar su noción de razón, como ocurrió, por ejemplo, en el siglo del Barroco¿, que se haya puesto como una herramienta más, entre otras, para comprender y explicar el mundo, es otra de las manifestaciones de la crisis del presente. La seña de identidad de esos primeros filósofos fue que intentaron explicaciones racionales, a diferencia de sus coetáneos que seguían explicando el cosmos a través de explicaciones teológicas . Y, siglos más tarde, sería tal la penetración de lo racional en Occidente que uno de los hitos más importantes ¿si no el más importante¿ en el tránsito de la Edad Media a la Modernidad es, precisamente, el hecho de que la época se hace racionalista, en un sentido lato según el cual la razón gana la primacía y casi pudiera decirse que se obtura todo resquicio a las explicaciones que desbordan el ámbito de la mera razón (aunque acá también debe entenderse «razón» en un sentido lato). Que la razón deba entenderse en sentido lato significa que hay momentos en el decurso histórico de la civilización ¿son los momentos de crisis epocales¿ en los que una racionalidad estricta no basta para vérselas con una realidad que, como consecuencia de esa crisis de época, se ha vuelto huidiza y cambiante. Son momentos en los que no sólo es menester escribir nuevas onto-logías (pues es precisamente la realidad la que se hace inaprehensible), sino que conviene, para enfrentar al mundo, procurar un nuevo modo de racionalidad. Esta problemática se discutió a lo largo de un parágrafo de la primera parte, teniendo en escorzo el siglo XVII y sobre la base de lo que dio en llamarse «Neo-barroco», por las coincidencias, en diversos ámbitos, que nuestro tiempo muestra con el siglo XVII. La primera dificultad que se encontró al respecto, fue la de la propia categoría, pues, en sentido estricto, el tiempo no retorna y todo el pasado, tanto para un hombre como para una civilización, deja una huella indeleble que hace imposible que unas mismas circunstancias se den en dos momentos históricos o vitales distintos. Pero dejando aparte tal cuestión, se mostró que autorizados estudiosos del Barroco, como José Antonio Maravall, si bien admiten que todas las culturas, hacia el final del período en el que se desenvuelven, conocen, como él lo expresa, una fase ¿especial de floración decorativa, con predominio de factores aditivos¿, no por ello nos vemos autorizados a llamar a tales períodos «Barrocos», que es, con los matices del caso, la tesis que defiende Eugenio D¿Ors, quien reconoce en la historia la existencia de veintidós barrocos diferentes . Pero hay más, porque para el propio Maravall no es tanto o no es sólo la exuberancia ornamental la que le da su impronta al Barroco, pues también son barrocas una sobriedad severa en la expresión y un grado máximo de laconismo. De allí que la seña de identidad del Barroco no sea tanto su exuberancia como su extremosidad . Tan documentada exposición casi desautoriza a hablar del «Neo-barroco». Y nos desautoriza, es verdad, si éste se entiende como una mera cuestión de estilo, como meras iteraciones ornamentales que retornan en ciertos momentos de declinación y ocaso. Pero hay otro «Neo-barroco», que también encuentra su raíz en la tesis de D¿Ors ¿aunque la categoría sigue siendo igualmente problemática¿, que desborda la concepción de lo Barroco como una cuestión de mera apariencia, y la sabe una cuestión más profunda, que atañe a la ontología y, por ello, a la concepción del mundo. Desde esta perspectiva, el «Barroco» es un hacer o un operar que, valiéndose de la agudeza, del ingenio y del caudal intenta habérselas con un mundo cambiante y una realidad que se ha tornado problemática. Desde esta postura, se amplía el concepto de racionalidad para poder comprender y explicar una realidad que, por haberse tornado vagarosa, desborda los designios de una racionalidad que se circunscribiera estrictamente a lo sistemático e instrumental (como, podría decirse, ocurre con la que ha sido denominada racionalidad cartesiana o galileana). Esta vertiente del Neo-barroco encuentra la lógica de la categoría no en lo formal (o no sólo ni tanto en ello), como en lo ontológico pues es la propia realidad ¿por causa de la crisis epocal¿ a la que tiene que hacer frente la nueva razón . Nada tiene que ver este fenómeno (de una razón que se amplía con los más varios recursos que imaginarse pueda), con el de una crisis en la que entró la razón; fundamentalmente porque pierde primacía y deja de ser herramienta si no única al menos primordial de comprensión y explicación del mundo. Según la tesis de Berlin, que se suscribió en el documento, la primacía de la Modernidad comienza a ponerse en entredicho en el siglo XVIII con la filosofía de cuño romántico. La debilitación, entonces, de la razón (o de la primacía de que ésta gozaba); su crisis, para decirlo en una palabra, es la causa por la cual, cada vez más, grandes grupos de la población intentan respuestas no racionales a problemas que en Occidente se han intentado resolver con la razón. Y no hay sino un paso para ir de una razón que se pone en entredicho a un irracionalismo que puede traducirse como una sospecha de la razón o incluso como un renegar de ella. Por lo amplio del fenómeno es posible ubicar bajo tal rubro a autores de orientación muy diversa. En una punta del espectro se encuentra un autor religioso como Guénon para quien el mundo moderno no estaría en crisis, sino sería éste la expresión de una crisis, por haberse obturado toda posibilidad a la trascendencia y todo resquicio a las explicaciones que llama él «suprarracionales». Resulta claro, no obstante, que él no aceptaría este rótulo porque, tal y como entiende la cuestión, no se trata de un debate que se mueva en el dominio de la razón, sino en un ámbito que desborda la razón y que se mueve en una esfera religiosa (que en Oriente llaman la «doctrina tradicional»). En la mitad del espectro encontramos a un cúmulo de autores que sin renegar de la razón, sospechan de ella. Tal un Adorno, tal un Horkheimer, quienes consideraban que también un exceso de razón tenía sus peligros y podría ponerse ¿como en el caso paradigmático del régimen Nacionalsocialista que había empleado la técnica que la razón había producido¿ al servicio de la destrucción y la muerte. Otro gran pilar de Occidente que entró en crisis fue el de la religión cristiana, que era otra gran basa sobre el que se asentaba Occidente. Uno en el que los hombres encontraban sentido y encontraba consuelo. De esa pérdida de vigencia se derivó el inquietante fenómeno del nihilismo, y de él, la dificultad de configurar una jerarquía vital. Como consecuencia del debilitamiento del principio político los usos que antiguamente regían la acción pierden vigencia. Y tal pérdida de vigencia genera incertidumbre y desorientación, porque ya no saben cómo comportarse. Esta falta de autoridad que significa el debilitamiento del principio político trae como consecuencia la generación de patologías onerosas que Franco Berardi, Bifo, aglutinó bajo la categoría de patologías de la hiperexpresión . Su seña de identidad es que, contrario al diagnóstico que regía en tiempos de Freud, no se debe a una represión, sino a una incitación; son patologías relacionadas con el gozo y el cultivo narcisista del cuerpo (toxicomanía, anorexia, bulimia, por citar unas cuantas). Pero también es característico de este tipo de crisis una inversión de las jerarquías. Y el individuo ya no actúa como sabe o como hacían sus ancestros, sino como quiere y como puede. De allí que uno de los signos distintivos de la crisis, desde Hesíodo al menos, sea el irrespeto por los mayores, que se traduce, en primer lugar, en ese desprecio de los antiguos usos; simplemente, porque tales maneras han perdido vigencia. Una de las consecuencias más graves que de ello se desprende es la deshumanización, cruel y patente, que aqueja a nuestros tiempos. Ya desde comienzos del siglo XX se hicieron oír las voces de unas críticas que ponían en cuestión la deriva que iba tomando la ciencia contemporánea; una ciencia que se había autonomizado y que, en su ciega entelequia, ya no tenía en cuenta al hombre como fin, y ni siquiera como medio. Se trataba (y se trata), pues, de una ciencia que se preocupa de sí misma; una que sólo se ocupa de sus fines sin tener en cuenta el contexto en la que ella crece y se desarrolla. Además del anquilosamiento que de las potencias vitales genera el desarrollo de la técnica, pues la labor del operario se ve, cada vez más, reducida a una expresión mínima e irrisoria. Súmase a este fenómeno, ya preocupante y siniestro, el que los empleados sean ahora intercambiables y prescindibles, como piezas fungibles de una máquina. Hay que sumar, además de la homogeneización de los hombres, la uniformización que, según Adorno y Horkheimer, ejerce la «ilustración» en el pensamiento; limitándolo a una mera verificación del dato con la naturaleza. Conduciría el proceso a un pensar que de antemano conoce la respuesta; a un pensamiento que es simple método y pura constatación . Ejemplo patente de la mecanización contemporánea de la vida lo encontramos en la lengua. No sólo por el empobrecimiento paulatino que en el hablante medio se observa, sino por lo que el filólogo judío Victor Klemperer llama la mecanización lingüística de la vida. Se produce ésta cuando la metáfora técnica apunta, no ya a las instituciones o a los órganos administrativos, sino a las personas. Puesto que es la lengua pintura de lo que somos, puesto que es la dimensión más importante sobre la que el hombre construye su mundo, entonces la mecanización de la lengua, el empobrecimiento que comienza a mostrar, las expresiones gastadas, las metáforas muertas, las palabras manidas muestran también el empobrecimiento de lo genuinamente humano y hasta su merma de libertad. Pero hay más: del desvanecimiento del principio, ora del político, ora del principio de trascendencia de donde emanaba sobrecogimiento y sentido, asistimos al fenómeno de creer que todos los valores ¿que en otro tiempo estuvieron bien delimitados y jerárquicamente organizados¿ gozan de idéntica entidad. A este fenómeno global es a lo que denominamos nihilismo. Una de las más graves consecuencias del desvanecimiento de la trascendencia es que ahora ninguna entidad goza de la prebenda de prevalecer, justamente por el desdibujamiento de las jerarquías que el desvanecimiento del principio supone. De allí la inestabilidad que siente el hombre contemporáneo; de allí también su dificultad para valorar: separar lo bueno de lo malo y lo mediocre de lo mejor. Este desprecio del hombre, esta deflación de lo genuinamente humano es uno de los síntomas más preocupantes de la crisis del presente. No se trata tanto, nos dice Michel Henry, de una crisis de la cultura, como de su destrucción; por ello habla de «barbarie» . De la energía acumulada que no emplea el trabajador, por el papel irrisorio que le deja la técnica al operario, por no ponerse una civilización tareas a la altura de sus posibilidades, nace, según explica Henry, el Mal; no como el contrario del Bien, sino proviniendo de él . Se objetiva así la pérdida del sentido, como envés de la pérdida de la individualidad, como consecuencia triste y trágica de la deshumanización. Esta deshumanización de lo humano que tan siniestro color le da a los tiempos, esta depauperación de lo que era una vida y un hombre condujeron a un inédito desprecio del hombre por el hombre. Por ello fueron posibles los regímenes totalitarios, tristemente célebres, del siglo XX: el horror hecho arma política, el más crudo, sistemático e inédito desprecio por la vida que hayan visto los tiempos. La pérdida luctuosa de la individualidad, la homogenización aterradora de los hombres, la deshumanización terrorífica y apabullante, llevó el delirio de una civilización a un punto en el que el dolor del otro no sirve como revulsivo porque la muerte perdió su carácter absoluto; el carácter absoluto que aún conservaba porque únicas eran las personas, particulares sus biografías e irrepetibles sus destinos, con sus dudas, sus anhelos, sus temores, sus pequeñas alegrías y sus dóciles esperanzas. Pero eran otros tiempos... Respuestas a la crisis En la parte final del documento se intentó una tipología de las crisis. Y se hizo notar que una respuesta a la crisis, cualquiera que ella sea, es buena porque es ya un primer intento por superarla. No obstante, no todas las respuestas pueden ser igualmente legítimas, no sólo porque algunas crisis reclaman una respuesta que le sea propia y porque otras, más que una solución o superación de la crisis, pueden ser una sublimación o acallamiento del mal. De los tres niveles estudiados para la crisis ¿social, epocal y de la filosofía¿, se hizo notar que sólo el último no responde ni puede responder a un tipo porque, aunque el discurrir filosófico esté entreverado con el devenir histórico, las respuestas que la filosofía pueda ofrecer a sus propias crisis han de ser siempre inéditas pues en ella concurren un momento histórico particular y el punto ciego (la crisis) al que sus propio discurrir la ha conducido. Las crisis sociales y existenciales, aunque diversas, pueden aglutinarse por algunas constantes que en ellas han dado hombres y pueblos y, en consecuencia, puede intentarse una tipificación. Una primera respuesta que se encontró fue la de un superar la crisis como reacción. Trátase de un volver a las viejas formas y los antiguos usos; trátase de, en una palabra, una restauración. Esta restauración, no obstante, sólo es posible cuando se constituye en un intento por volver a usos que continúan vigentes, aunque la oficialidad haya querido derogarlos. Caso paradigmático fue la restauración que se produjo con la muerte de Akenatón quien había querido sustituir el culto al dios Amón por el culto al dios Atón, pero sus reformas encontraron fuerte oposición en diversos estamentos de la sociedad, por lo que el retorno a las viejas formas era en verdad una restauración, por parte de la oficialidad, de usos que seguían vigentes. He aquí la diferencia entre un tránsito histórico y uno revolucionario, y he aquí, también, la causa de que las revoluciones fracasen: han querido saltar el devenir lógico de los tiempos. No porque estemos condenados a un quietismo enervante, sino porque hay acciones y decisiones que están en consonancia con los tiempos, mientras que otras pretenden ignorar el devenir histórico. Aquí yace la diferencia esencial entre la Revolución Francesa y la Soviética. La primera era el paso lógico (es decir, histórico) que reclamaba el haber escindido el poder espiritual del político (aunque tal paso tardara siglos en darse). La segunda se intentó cuando, para decirlo con las categorías del propio Marx, no estaban dadas las condiciones materiales (es decir, históricas). De esta manera, la Revolución Francesa sólo lo es (revolucionaria, se entiende) en sus formas, pues era el tránsito histórico que el proceso reclamaba, mientras que la Revolución Soviética intentó adelantarse al devenir histórico. De allí que la primera haya seguido su curso, y la última se viera truncada. Por ello el tempo de la historia es el de la paciencia, y su imperativo el «hay que vivirlo todo». Una segunda respuesta a la crisis la encontramos en la utopía. Es una respuesta que busca la superación de la crisis pergeñando un mundo ideal. Esta respuesta es propia de una sociedad en crisis, en tanto pretende un distanciamiento de la realidad y anhela un mundo distinto, a veces totalmente otro con respecto al existente. Una respuesta más es la respuesta como ilusión. Consiste este tipo de respuesta en continuar la existencia con la promesa de un mundo mejor. Esta respuesta a la crisis es un tipo de utopía, aunque no en este caso para una civilización o una comunidad política, sino para un individuo. Es creer que los obstáculos no son más que dificultades aparentes interpuestas en el camino recto que conduce a la felicidad. Otra respuesta consiste en redefinir los marcos y los conceptos. Tal tarea es preciso acometerla cuando se quedan si suelo los viejos valores; se torna un imperativo entonces reacuñar los antiguos valores. Otros más encuentran una respuesta en un hacer particular o en alguna forma de vida; bajo este rubro deben ubicarse las religiones. Pero también como un refugiarse en sí cuando son adversas las circunstancias. Y siempre puede el hombre elegir, porque aunque sean muy adversas las circunstancias le quedará el recurso de la propia muerte. Se encuentra una respuesta a la crisis en la catarsis. Es un intento por superar la crisis mediante la terapia (o mediante recursos que quien la padece encuentra terapéuticos). También han sido usados por el estamento dominante el carnaval y, en general, los espectáculos para encauzar la acción de las masas. Hay quienes superan la crisis mediante la sublimación o, si prefiere el lector, mediante la voluntad. Es decir, quienes confían en que cambiando la propia voluntad cambia el mundo que nos rodea. No necesariamente porque con el cambio de la voluntad cambie el mundo, sino porque cambian los límites de tal mundo y las preguntas que dentro de él son legítimas. Para unos más la respuesta a la crisis puede encontrarse en una filosofía del absurdo; es decir, una que encuentra el sentido en la plenitud del instante. Bastante alejado de la anterior solución, hay una respuesta en la huida: los que se refugian en una trascendencia, o los que se refugian en los narcóticos o incluso en la enfermedad como curioso mecanismo de superación de una crisis distinta. Intentan esquivar el mal y dar la espalda a los problemas. La manera más drástica y más radical de esta respuesta a la crisis es, claro, la del suicidio. Que, por otra parte, pueda uno refugiarse en una enfermedad, como la esquizofrenia por ejemplo, para salir de la crisis muestra el carácter ambivalente de la crisis y el carácter ambiguo de las patologías. Y muestra que también la enfermedad puede ser una justificación. Unos más intentan superar la crisis mediante la negación: renegando del mundo creen ponerse por encima de sus afanes especiosos y sus felicidades de oropel. Saben que quien nada ama y nada tiene, nada puede perder: estos son, a un tiempo, su escudo y su filosofía. Otros encuentran la solución en la fantasía. Niegan o tergiversan la realidad con el propósito de hacerla más tolerable. Existe también un intento por superar la crisis mediante el hedonismo, mediante el goce más inmediato de los sentidos. Una vida llevada así, rehúye toda responsabilidad y absolutiza lo accesorio. Es una respuesta que se regodea en el cambio y en lo accidental. La figura arquetípica en el narcisista. Cuando están gastadas las convenciones, cuando están caducos los usos de una sociedad o una civilización aparece en escena el cínico que, con su inverecundia, pregona una ética más simple y muestra lo engañoso de unos usos que conducen a la estulticia o al marasmo. Con su ética estricta conviértese en tábano de la conciencia social, como mecanismo incómodo, pero eficaz para superar la crisis. También una actitud estoica puede ser una respuesta a la crisis. Es una solución que reclama que cada quien haga frente a la existencia con los medios que tiene, y que acepte el destino que viene. Es una respuesta que reclama la resignación y procura la ataraxia. Júzganla la mayor virtud porque frente a una recia imperturbabilidad poco pueden los avatares del mundo y las vicisitudes de la existencia. Puede también encontrarse un sentido en la imitación; y esta imitación se objetiva en dos modos diferentes: en la imitación de alguna persona determinada o en la imitación de las tendencias de la masa. Es un intento por superar la crisis a través de la imitación de un modelo (histórico, vivo o imaginario). Puede entonces encontrarse un sentido en la imitación y, con tanto mayor razón, en la identificación (bien con una persona, bien con una causa). El sentido por imitación sigue siendo el que impera hogaño y el que ha imperado a lo largo de la historia, pues descarga al individuo de la tarea gravosa de elegir. Obsérvese que es la forma más elemental de encontrar sentido porque es la única válida para los niños cuando aún son muy pequeños y cuando no pueden valerse por sí mismos. Una segunda forma que reviste esta respuesta a la crisis es encontrar un sentido por prescripción, en donde el individuo se conduce en todo según órdenes y reglamentaciones que recibe y acepta. Una respuesta más consiste en encontrar sentido en un proyecto político (partidos políticos, gremios, sindicatos, asociaciones,...). Esta forma de superación supone ¿como la que encuentra sentido en la imitación¿ una pérdida de la autonomía en favor de la sumisión a la autoridad. Una forma más de superación es un atreverse a ser por sí mismo que no se pliega necesariamente a los designios de la autoridad ni a la veleidad de la masa. Se trata de un proceso que encuentra sentido en su hacer, o en su hacerse, tal y como quedó explicado anteriormente cuando se glosó el problema de la precomprensión y el del sentido. Hay, por fin, una manera más de sublimar la crisis. Se trata de una superación mediante la nostalgia, de un vivir en esa patria ya ida, pero nunca perdida del todo, que es el pasado. Y si sigue siendo cierto que es tarea de la filosofía intentar superar la crisis, entonces tiene sentido preguntar qué significa crisis; tiene sentido intentar comprenderla en su plano más teórico y en sus manifestaciones patentes para intentar una solución a la crisis general y honda del presente. Intentar una filosofía que se vuelva a preguntar por la felicidad y por el dolor y por la muerte; procurar una filosofía que moralice y dé consuelo. Siguen siendo tareas dignas y nobles que una filosofía comprometida con las dolencias de nuestros días debe considerar. Y así, tal vez advenga con ella, una nueva conciencia para el hombre de nuestro tiempo que está en crisis. Una que reconozca como su labor más alta y como la salida más digna a la crisis y desorientación del presente la tarea de cargar con el peso de la responsabilidad que cada acción supone, para que cada quien pueda hacerse hombre navegando con acierto en el océano infinito de la libertad. Juan David Zuloaga D.