Antropología del deseo en Agustín de Hipona

  1. Rosales Meana, Diego I.
Dirigida por:
  1. Miguel García-Baró López Director

Universidad de defensa: Universidad Pontificia Comillas

Fecha de defensa: 20 de mayo de 2016

Tribunal:
  1. Ildefonso Murillo Murillo Presidente/a
  2. Ignacio Verdú Berganza Secretario/a
  3. Manuel Lázaro Pulido Vocal
  4. Carles Llinàs Puente Vocal
  5. Pedro Rodríguez Panizo Vocal

Tipo: Tesis

Teseo: 422455 DIALNET

Resumen

La pregunta que ha guiado y dirigido este trabajo pone en relación el deseo con la identidad personal: ¿cómo es que el deseo y el modo como éste se me presenta en la vida, configura mi existencia y me otorga o me descubre una identidad? El itinerario de respuesta comienza con la descripción de la situación fundamental de la existencia sobre la que ese deseo se monta y se despliega en el mundo. Esta situación fundamental tiene el nombre de inquietud (inquietudo) y, a diferencia de otras descripciones, como la de Séneca y la de Heidegger con las que hemos confrontado la propuesta agustiniana, da cuenta del emplazamiento escatológico al que se entrega la resolución del deseo, pues el mundo y nada de lo que existe al modo de la topología puede otorgarle la paz definitiva. El destino fundamental de lo humano se sitúa más allá de las fronteras de lo topológico, lo que trae consigo la elemental complicación de que ese destino no es y no ha sido nunca fenómeno para el hombre. Nadie ha conocido la beatitudo absoluta y nadie sabría bien a bien describirla. Vivir de cara a ella implica un acto de conversión doble. En primer lugar, una inversión de la ley de la naturaleza y del mundo y, en segundo lugar, una conversión del appetitus que, siendo natural, puede revertir sus tendencias naturales por mor de un ordo amoris -y también gracias a él- que le dote con los elementos necesarios de virtud, de fuerza, para dejar de idolatrar el mundo. El deseo humano y su insaciabilidad al interior del mundo se revela como incapaz dar una identidad al ser humano, pero revela su esencial ser persona. En efecto, el appetitus humano tiene una dimensión natural que, tal como es experimentada en la topología, tiende permanentemente a la estabilización en una homeostásis que busca su propio bienestar. Sin embargo, dicha estabilización se ve siempre defraudada por los bienes mundanos, de modo que, si continúa en esa lógica de autosupervivencia, termina el deseo por devorarse a sí mismo y verse presa del temor, pues todos los bienes a los que tiende según la ley natural del mundo son bienes perecederos, que se pueden perder incluso en contra de su propia voluntad. El ser personal del hombre quiere decir que el deseo puede apelar a un orden diferente, a un ordo amoris, según el cual la magna quaestio no se presente ya como una inquietudo por la propia identidad, por la forma que uno adquiere a través de la vida, sino por la forma que el prójimo sufriente exige le sea restituida. La persona es, en ese sentido, primordialmente paradoja, pues para encontrar su propia identidad y llenar de significado su propio nombre, debe abandonar la perspectiva individual y saberse esencialmente responsable del prójimo al interior de una comunidad. El ser personal del hombre quiere decir que su constitución singular le viene dada por una relación permanente hacia el Bien, que tiene un doble vector: en primer lugar, la relación constituyente es la permanente vocación que hace el Bien a la persona a través de la memoria y los acontecimientos, y en segundo lugar, la relación es el movimiento con el que esa persona responde a la llamada, a través de los movimientos pendulares de confesión y de conversión. La persona es, en este sentido, imagen y semejanza del Bien. Es imagen porque su interioridad vive de una dinámica relacional trinitaria que remite a una intimidad infinita con el Bien perfecto. Es semejanza porque puede, a través de su libertad, en un acto de entrega amorosa, hacer efectiva y real aunque sea por un momento, la promesa de la presencia del Bien perfecto.