La nobleza precolombina desde la perspectiva hispánica con especial referencia a los emblemas heráldicos

  1. Jaramillo Contreras, Mario
Dirigida por:
  1. Javier Alvarado Planas Director/a

Universidad de defensa: UNED. Universidad Nacional de Educación a Distancia

Fecha de defensa: 28 de octubre de 2020

Tribunal:
  1. Jorge J. Montes Salguero Presidente/a
  2. José Manuel Huidobro Moya Secretario/a
  3. José María de Francisco Olmos Vocal

Tipo: Tesis

Teseo: 640748 DIALNET

Resumen

Durante las primeras décadas de la presencia española en América, las costumbres y estructuras indígenas prácticamente se conservaron intactas. Los españoles observaron las culturas existentes, sin duda continuidad de un pasado anterior al Descubrimiento, capaces de transmitir nítidamente características y propiedades, preservadas a lo largo de varios siglos. Precolombino fue lo que vieron y vivieron los españoles del Descubrimiento y la Conquista, no obstante los cambios que se sucedieron como efecto de su presencia. La esencia de las culturas precolombinas quedó grabada en los textos de cronistas y conquistadores, cuya mayor virtud, desde el punto de vista del conocimiento, fue poner por escrito los registros de sus impresiones, las narraciones de los hechos. Testimonios para la historia e historia de lo testimonial. En una primera parte, esta tesis está centrada en la descripción de las culturas precolombinas desde una perspectiva social. Se ha sumergido en las crónicas, en los informes, en las apreciaciones de los españoles que escribieron sobre América durante el Descubrimiento y la Conquista. Busca profundizar en esos invaluables trabajos etnográficos de aquellos protagonistas peninsulares que, de una u otra forma, dieron cuenta de la estructura de la sociedad indígena precolombina tras observarla según sus esquemas mentales y culturales. Las crónicas de Indias contienen un registro extraordinario de impresiones y realidades que permiten elaborar cuadros y situaciones de la vida en América durante aquellos años de confusión y sobresaltos. Sin ellas, difícilmente se podría tener una visión de la enorme complejidad que significaron el Descubrimiento y la Conquista. Los cronistas ofrecen testimonios invaluables, imágenes de la realidad social que quedaron retratadas en sus escritos. Las crónicas obran así como herramienta historiográfica imprescindible que, de no existir, significaría un vacío insoslayable, una pérdida irrecuperable de una parte de la historia humana. El español llegó a América bajo unos condicionantes que obraban sobre él. Cuando se inició la Conquista, sus protagonistas y quienes los acompañaron -huestes, frailes y cronistas- fueron tomados por sorpresa y no habían imaginado lo que entonces presenciaron. Llevaban consigo una mentalidad imperante, propia de su época, y un afán por imponer los esquemas que de ella se derivaban. La Conquista, al menos en su comienzo, fue tan espontánea y natural como tenía que ser una empresa guiada por el espíritu guerrero, medieval en muchos sentidos, que aún respiraba sus últimos estertores en la península ibérica. El conquistador español se afirmaba sobre la existencia de una sociedad hispánica altamente jerarquizada donde entraban en juego la sumisión del inferior, la obediencia, la voluntad del superior. La realidad le decía que las diferencias humanas creaban un escalafón y los tratamientos entre hombres dependían de él. La mentalidad es proyección de la cultura. El conquistador español viajó a América bajo convicciones testimoniales. Las costumbres, los hábitos y las creencias estaban interiorizadas y asumidas antes de partir. La cultura no era otra que la que le proporcionaba el medio y se introducía en su existencia. La comprensión de otra realidad tendría que suponerle sobre todo el transcurrir del tiempo. Pero, mientras tanto, las situaciones y problemas cotidianos debían ser resueltos bajo un único prisma: el que, por naturaleza y cultura, lo llevaba a actuar en consecuencia. Los hechos previos eran un fuerte condicionante para el conquistador. Se venía de la Reconquista, cuyas hazañas aún prevalecían en la atmósfera social. Si con la Reconquista reciente se había tenido por las armas acceso al poder, al prestigio, a nuevos territorios, a la riqueza, ¿por qué no en la Conquista? Las circunstancias no diferían sustancialmente. Existía la necesidad de empujar la frontera, de derrotar y someter al enemigo, de cristianizar a los rebeldes, de establecer alianzas de conveniencia para triunfar. La Conquista, como prolongación de la Reconquista, no solo se alimentaba de la obtención de probables ganancias materiales. También se afianzaba sobre la validez de unas marcas imborrables de orden inmaterial, pero necesarias en el campo de batalla: la honra, la fama, el valor, la fortuna. Comportamientos y valores que, por lo demás, eran socialmente estimados. Si en la península la situación evolucionó hacia un modelo diferente cuya máxima expresión se alcanzó a mitad del siglo XVI, con las luchas en Italia y Flandes, el arquetipo militar de la Edad Media viajó a América con el conquistador. La Edad Moderna tardaría muchos años en asentarse sobre la medievalidad americana. Tuvo que incidir bastante en la Conquista no solo el factor sorpresa que supuso hallar humanos diferentes, sino la geografía, el medio ambiente predominante. El trópico, la complejidad montañosa de los Andes y los alimentos, entre otros, creaban fuertes condicionamientos para unos hombres que llegaban allí con pesadas armaduras y provistos del innecesario sentido de previsión que otorgan las estaciones. Solo con el paso del tiempo se podría producir una aculturación ambiental. Todos estos condicionamientos, cada uno con mayor o menor efecto sobre los españoles llegados a América, crearon durante varios años una situación de confusión, que por supuesto también afectó a los nativos. Para los indígenas, el Descubrimiento también fue su descubrimiento. Fue un choque cultural que implicaba la confrontación de dos personalidades diferentes, sociales e históricas. Los conquistadores se encontraron con pueblos donde la guerra era lo habitual y tenía un significado místico: la lucha contra los espíritus del mal. Esa sacralidad, que también llegaba con el cristianismo, contribuyó, sin duda, a endurecer los enfrentamientos. La estructura jurídica obra, también, como un condicionamiento cierto y tangible que provee a la existencia social de un conjunto de leyes, de un aparato judicial dirimente y de una administración encargada de atender el funcionamiento del orden preestablecido. El ser humano no solo avala esa estructura sino la considera necesaria para la convivencia. Está integrada a su concepción racional y no discute si resulta implantable o no ante determinadas circunstancias. El derecho resulta universal. Cuando se llegó a América esa estructura también viajó allí. Era la mentalidad jurídica imperante. Ejercía una fuerza condicionante. No solo condensaba el régimen legal hispánico, sino parecía trasladable en tiempo y espacio. Las formas jurídicas hispánicas deberían ser implantadas, más que adaptadas, al territorio americano. Se buscaba replicar. La literatura jurídica en América proyectaba la existente en Europa. El derecho sucede a los hechos. La ley entra a regular aquellas situaciones de hecho que el soberano juzga contrarias a la moral y a las buenas costumbres o, llanamente, requieren enmarcarse dentro de la normativa para que sus representantes y autoridades puedan hacer justicia. Resulta evidente que las leyes de los reinos de las Indias eran concebidas con posterioridad a las conductas o comportamientos detectados que merecían prohibirse o regularse. La ley aparecía para incorporar en ella la prohibición misma, pero también la concesión de privilegios, y pretendía corregir y crear una nueva condición jurídica que fuera expresión válida del ideal prevaleciente de justicia. Las violaciones acarreaban sanciones, y, de ordinario, la ley buscaba castigar conductas que formaban parte del acervo cultural indígena, no compartidas naturalmente por la mentalidad y moralidad hispánicas predominantes. En muchas ocasiones las prohibiciones devenían en la práctica del complejo conflicto que surgía entre la doctrina de la religión católica y las formas y contenidos de los ritos y cultos indígenas, considerados bárbaros. Se producía así la confrontación cultural, manifestación de dos civilizaciones en permanente repaso de sus valores y principios. A pesar del dominio hispánico, era imposible ejercer el control social absoluto. Los indígenas eludían la ley en muchas oportunidades y también ocultaban costumbres y hábitos prohibidos por la normativa hispánica. Así sucedió con las creencias religiosas. Aunque reemplazadas por las del catolicismo, pervivieron formas de sincretismo. Los pueblos indígenas también tenían interiorizado un modelo de orden jurídico-político, basado sobre todo en la costumbre. Ello derivó en un proceso lento y continuo de mutua asimilación, que se tradujo en una especie de mestizaje donde se conjugaba el derecho español con el derecho de los indios. Era un mecanismo indispensable para mantener el control de los pueblos conquistados y la Corona trató de interpretar esa realidad con la puesta en marcha de leyes que trataran de armonizar ambas tradiciones jurídicas. Por supuesto, el derecho español dominó, pero a la vez tuvo que reconocer e incluso enaltecer formas amerindias, como fueron por ejemplo los derechos de los caciques, figuras protegidas como elementos necesarios para mantener el control social sobre los vasallos. Resulta innegable que el condicionamiento jurídico obró tempranamente contra el estado de cosas hallado tras el Descubrimiento y se prolongó durante buena parte de la Conquista. Para la mentalidad española era una cuestión lógica. No había opción desde la tradición jurídica milenaria peninsular. Hubo, por tanto, una confrontación de formas jurídicas, que terminó por imponer las españolas a las indígenas, aunque con posterioridad la Corona, una vez obtenida la lealtad y consumada la fe cristiana, arbitró por el respeto a algunas de las formas sobrevivientes -pero no desafiantes- del pasado precolombino. Las leyes sobre caciques y principales reconocieron una nobleza indígena conformada por caciques y principales. Establecieron equivalencias entre la nobleza hispánica e indígena, sin llegar a igualarlas. Prohibieron el uso de sinónimos provenientes de la península para referirse a caciques y principales. Preservaron buena parte de los derechos que tenían desde tiempos precolombinos, pero a su vez prohibieron aquellos que contrariaban la moral o costumbre hispánicas, violaban los preceptos católicos o, tras el papel jugado por Bartolomé de las Casas, atentaban contra el buen trato de los indios. Caciques y principales tuvieron en general un status jurídico privilegiado, producto sin duda de sus actuaciones estratégicas y definitivas para obtener primero y luego cimentar el poder español en América. La sociedad estamental en España no solo era un hecho, sino una realidad moldeada por el derecho. Los estratos sociales eran parte de la vida cotidiana. Para finales del siglo XV el concepto de nobleza ya era equivalente al de hidalguía. La hidalguía es nobleza de sangre. Características fundamentales de la condición de hidalgo eran la inmunidad y la exención de pechos o tributos. Luego, según el ideal caballeresco, para el hidalgo la superioridad será el rasgo esencial de la nobleza. Ser armado caballero se vuelve en el último tercio del siglo XV un atributo mayestático. Durante las últimas décadas del siglo XV y hasta finales del XVI los caminos paralelos entre hidalgo y caballero se rompieron para cruzarse las líneas y ambos conceptos comenzaron a ser semejantes. Se produjo una asimilación creciente en el tiempo. Caballero y noble fueron lo mismo. Y la figura del caballero se convirtió, como resultado de su papel guerrero y defensivo, en un comprensible mecanismo de ascenso social. En la Conquista de América, precisamente por las necesidades que debieron atenderse, el caballero se transformó en pieza fundamental de la aventura. El caballo y el correspondiente equipamiento militar contribuyeron de manera definitiva a los resultados conocidos. Desde antes de culminar el siglo XIV se inició en la península un proceso de simplificación social, que condujo a la existencia del estado noble, agrupador de todos los nobles, y de un estado llano, reservado para los demás. La sujeción a la monarquía de todos los nobles, por otra parte, se materializó con los Reyes Católicos en la penúltima década del XV. La nobleza, pues, se convirtió en un grupo social claro, dependiente del poder real. Los hidalgos, por supuesto, estaban en las mentes de los monarcas y sus funciones eran claras. En las ordenanzas de Toledo, los Reyes Católicos no dudaron en favorecerlos. Se sabía, por supuesto, quiénes eran hidalgos y quiénes no. No solo a través de los censos, sino de los procedimientos que regulaban las administraciones locales. El hidalgo, que tenía una alta idea de sí mismo, se reconocía como tal, como noble, y los demás le reconocían tal calidad. Y no solo ello. Había una aceptación amplia y general de una desigualdad de hecho y de derecho. La sociedad, por otra parte, era consciente de las pugnas que se generaban por el acceso a la condición de hidalgo. A mediados del XV, Juan II de Castilla ordenó suspender la entrega de privilegios de hidalguía y, en 1476, los Reyes Católicos revocaron los privilegios que había concedido Enrique IV. De esto, se puede deducir el enorme interés en la época por tratar de ascender socialmente y de cómo esa atmósfera impregnaba la cotidianidad. El medio proporciona su propio lenguaje, al que nadie puede sustraerse. La comprensión de un léxico es necesaria para asegurar la comunicación. El idioma es una puesta en común para garantizar el entendimiento entre las personas. Por eso una sociedad, como la del siglo XV y primeras décadas del XVI, con una estructura social jerarquizada, vertical y estamental, tenía que estar familiarizada con un vocabulario que expresaba tal realidad. Los significados no podían ignorarse, ni obviarse los significantes. El vocabulario, pues, siempre supeditado a la realidad, abarcaba en la península un conjunto de palabras con un sentido comprensible, capaz de denotar la fuerza social de la nobleza. La lista podría resultar innumerable, pero basta con citar las más relevantes y más usadas en aquel tiempo: reyes, príncipes, nobleza de sangre, linaje, hidalgo, caballero, condestable, adelantado, señor, vasallo, duque, marqués, conde, noble, señoríos, solar, casa, armas, escudo, mayorazgos, infieles, plebeyo, pechero, villano, ricoshombres. Se trata de un lenguaje nobiliario, que, a su vez, clarifica y resalta las diferencias dominantes desde el segmento superior de la sociedad, cuya materialización se daba por supuesto en el orden político y legal. Se transmitía así una imagen de superioridad de la nobleza. El conquistador español viajó a América no solo con el equipaje material indispensable para sobrevivir y luchar, sino con todo el bagaje mental, cultural, histórico, idiomático que le había proporcionado su existencia en la península. Ese bagaje debió confrontar una nueva realidad y lo más normal era buscar equivalencias, denominadores comunes, pero también los opuestos. Ese bagaje representaba, sobre todo, lo desigual, lo vertical, lo superior, lo inferior, la obediencia, la sumisión, la diferencia y, en fin, la concepción imperante de la sociedad de su tiempo. Concepción que se materializaba en un orden funcional, manifestación del poder reinante. Como segmento social determinante, como élite consolidada, la nobleza indígena tuvo sus propias expresiones emblemáticas. Es lo que se aborda en la segunda parte de esta tesis. Expresiones que quedaron registradas en diferentes soportes: en los sellos; en armas ligeras; en los escudos redondos o chimalli; y en los escudos de armas concedidos por la Corona española. Son sus huellas, que aquí se estudian como testimonios gráficos que comunicaron en su momento un estado social, una personalidad, una voluntad de diferenciación. En el caso del sello, deben recordarse sus antecedentes y recorrido a lo largo de casi diez siglos de historia, para comprender su uso en América. Los hallazgos más remotos del sello -en realidad protosellos- se remontan 9.000 años atrás, en el Oriente mediterráneo, en torno al VII milenio a. C. Su presencia alcanzó buena parte del mundo: desde Japón, India, el Mediterráneo, África hasta América. Su presencia se dio en Centroamérica, desde México hasta las Antillas, hasta Colombia y hacia Suramérica. El uso del sello habría sido producto de la difusión. Las corrientes tomaron su punto de partida en dos direcciones. Una de ellas se dirigió desde finales del tercer milenio hacia Occidente, a través de las costas mediterráneas, para difundirse en Creta y Grecia continental. Alcanzó luego Roma, Bizancio y siguió hacia Rusia y el territorio árabe. Los sellos medievales europeos tienen tal procedencia. La otra corriente se dirigió hacia Oriente, por el valle del Indo durante el periodo Harappa (3.600-1.700 a.C) y luego en la época Gupta (siglos IV-VI p.C.) hasta llegar a China (siglos VI a.C.-III p.C). Las llamadas pintaderas, al parecer empleadas para pintar -y diferentes de los sellos- habrían llegado por difusión a América a través de la línea occidental. Tras abandonar el sur del Mediterráneo europeo, desde la costa nor-occidental de África, atravesarían el Atlántico hasta alcanzar tierras americanas. En realidad, si resulta posible un efecto de difusión desde Europa, también es probable que en América su aparición obedeciese a creaciones propias. Las pintaderas se dieron en España en el área levantina y en Ibiza. Las pintaderas canarias fueron consideradas verdaderos sellos, cuya aparición venía por difusión desde el Oriente, a través de Egipto. Las pintaderas americanas suelen confundirse en ocasiones con el sello, supuestamente usados ambos para decorar el cuerpo e imprimir motivos sobre textiles. Se sabe que los protosellos más antiguos, con 9.000 años de antigüedad, fueron los hallados en Catal Höyük, en Anatolia, al parecer destinados a imprimir adornos en textiles. Los verdaderos sellos, con impresiones sobre arcilla, fueron los hallados en Tell Arpachiya, al norte de Iraq, cuya datación los sitúa en el año 5.000 a. C. En América, la aparición del sello habría ocurrido en torno al siglo V a. C., hace más de 2.500 años. El sello ha sido estudiado desde diversas disciplinas. Su interés no es otro que el que suscita todo aquello que representa una necesidad humana. Se trata de un elemento diferenciador, connatural al hombre, cuya aplicación por su universalidad y extensión en tiempo y geografía, se compara incluso con la escritura. Su forma, sus representaciones gráficas y demás características, por tanto, son resultado de un tiempo y espacio, comprensibles para el hombre que lo creó y llevó a darlo a conocer. Los estudios actuales sobre el sello, sin perder de vista sus expresiones gráficas, se ocupan preferencialmente por entender el entorno en que este fue usado, el mensaje que transmite y la función que se le atribuye en un momento histórico o prehistórico. El estudio del sello precolombino se desarrolló sobre todo en la década de los 80 del siglo XX. Sus antecedentes académicos, sin embargo, se remontan a las décadas de los 40 y 50. Desde entonces, las conclusiones se mantienen incólumes y han sido adoptadas sin discusión ni crítica alguna. Es, pues, necesario revisar el estado de la cuestión para poder situarnos correctamente en la actualidad y presentar nuevas propuestas en el estudio de la materia. Las afirmaciones casi unánimes sobre el sello precolombino, en ocasiones también conocido como pintadera, se precisan en tres aspectos básicos: se empleó por los indígenas, durante la fase posterior al forrajeo o etapa de cazadores recolectores, para pintar el cuerpo y el rostro, imprimir textiles, y habría tenido un uso ceremonial o religioso. En esta tesis se revisarán tales afirmaciones y se examinará el sello precolombino en una dimensión explicativa: preguntarse el porqué de este artefacto propio del registro arqueológico, su significado para el hombre y el medio social y su dimensión nobiliaria en América. La importancia de abordarlo en los sentidos mencionados radica, en primer término, en ofrecer una interpretación hermenéutica del emblema precolombino, esto es, asignarle significados en la medida en que los tuvo el hombre del pasado; en segundo término, desarrollar una aproximación al mismo como expresión cultural del individuo, y, en tercer lugar, como consecuencia, estimar el valor nobiliario que poseyó, según los hallazgos arqueológicos. Suelen emplearse como sinónimos precolombino y prehispánico. Aquí se ha preferido el de precolombino para estudiar aquellos artefactos utilizados antes de la presencia de Cristóbal Colón en América. La elección de la palabra no es caprichosa ni casual. Se ha descartado el empleo del término prehispánico porque supone que no habría habido españoles en el continente antes del descubrimiento oficial. Algunos indicios y teorías sugieren contactos previos y se carece de argumentos de peso que prueben rotundamente lo contrario. La sigilografía proporciona una terminología precisa para entender el sello formal y semióticamente y resulta claramente aplicable al sello precolombino. En consecuencia, se entiende por sello la suma de las siguientes características esenciales: la matriz del sello, que es el soporte o molde que contiene la representación gráfica o emblema; la impronta del sello, que es la huella impresa en una superficie de materia blanda o moldeable; y la voluntad de sellar, testimonio de la intervención personal. Adicionalmente, cuando se hace referencia al contenido de la matriz, se quiere expresar el grabado del emblema en relieve, ubicado en el espacio denominado campo del sello. El contenido de la matriz del sello precolombino constituye un emblema en cuanto género de representación gráfica. Supone así una representación gráfica, expuesta en uno o diferentes soportes, capaz de expresarse como medio y como signo de identidad personal o de diferenciación. En tal sentido los sellos precolombinos deben entenderse como testimonios visibles, no textuales, en circunstancias propias de tiempo, lugar y cultura. Sus emblemas son obra humana, seguramente transmisoras de un mensaje, con el que se quiere significar algo a alguien. Es un elemento cargado de intencionalidad. Se ha sostenido reiteradamente que el sello precolombino era empleado para pintar el cuerpo y el rostro. Esta aseveración parte principalmente de los trabajos del antropólogo y arqueólogo José Alcina Franch. Para este investigador la evidencia más importante tiene su origen en La Relación de las Cosas de Yucatán de Fray Diego de Landa, que informó de un artefacto jabonoso con el que se untaban los pechos, brazos y espaldas. Alcina Franch tomó esta idea del antropólogo René Verneau, que también se apoyó en Fray Domingo de Landa, y afirmó que los antiguos habitantes de la Gran Canaria se teñían de manera semejante y cita, para ello, a Boutier y Le Verrier, quienes afirmaron que tales habitantes llevaban las caras labradas con diferentes dibujos. Sin embargo, se abstiene de precisar si estaban labradas con sellos. La tesis de Verneau no convenció al etnógrafo Georges Marcy. Este investigador, que se refiere en concreto a las pintaderas de Canarias, sostuvo que Verneau no parecía demostrable que los habitantes las usaran para adornar el cuerpo. Para Marcy, las pintaderas de Canarias son en realidad sellos semejantes a los que se emplean actualmente en el África del Norte. Se usan para cerrar graneros-fortalezas. Y, según él, fueron utilizados de manera semejante por los guanches, aborígenes canarios de posible origen bereber. Alcina Franch expresó que el argumento de Marcy fue refutado posteriormente por P. Hernández. No se logró obtener para esta tesis tal refutación y, a cambio, se conoció la opinión de Juan Álvarez, traductor del artículo de Mercy. Al final del texto escribió unas apostillas en las que dice que hay que renuncia a tal explicación, pues carece de fundamentos sólidos. Alcina Franch sustentó, pues, su teoría en las palabras del franciscano español, como también lo hizo Verneau. Para él no cabía duda: la descripción del Fray Diego de Landa en México es la descripción de una pintadera o sello. Si se lee con precisión a Fray Diego de Landa, parecería más bien referirse a algún tipo de soporte especial, elaborado con material blando, que era impregnado de pintura y luego utilizado para pintar el cuerpo. No parece, pues, tratarse de un verdadero sello, caracterizado por su dureza, una propiedad de los artefactos de cerámica. Según señala la historiadora Margarita Gómez Gómez, el sello no era una novedad por la época del Descubrimiento. Aunque con altibajos desde el siglo XV, el número de sellos subsistentes en España era elevado. El amplio uso entre particulares, así como por los obispos, el clero secular, abades y órdenes religiosas, ponen en evidencia que eran instrumentos ampliamente conocidos por los religiosos. Eran reconocidos, además, los sellos pontificios, aparte del hecho de que hacía largo tiempo se aplicaba la legislación alfonsí sobre sellos. El propio Cristóbal Colón, en 1493, para su segundo viaje a América, recibió la matriz de un sello real para acreditar y legitimar documentos. Y hacia el segundo tercio del siglo XVI, cuando Fray Diego de Landa se encontraba en México, los sellos reales eran de uso habitual. Según estas evidencias y argumentos, es prácticamente imposible que Fray Diego de Landa confundiera el objeto visto con un sello. De hecho, literalmente, no se refirió a este soporte como tal, sino a una especie de ladrillo, como de jabón. En improbable que un religioso formado y culto, de familia noble, confundiera un sello sólido con un ladrillo blando. Los indígenas, sin ninguna duda, se pintaban el cuerpo y el rostro, como lo atestiguó el propio Colón desde el momento del Descubrimiento, pero no mencionó sello alguno. Publicado en 1992, el Glosario terminológico para el estudio de las cerámicas arqueológicas, probablemente influenciado por la teoría que se abrió paso desde los 40 del siglo pasado, mantiene esa definición: “Pintadera: Sello cerámico que se utiliza impregnando de una materia colorante para decorar cerámica, textiles o el propio cuerpo”. Y el Diccionario de términos de arte y elementos de arqueología, heráldica y numismática, en su última reimpresión de 2015, otorga a la pintadera un sentido similar: “Molde o sello de cerámica, en forma de tableta con mango, que va cubierto de dibujos diversos que se imprimen en la piel mediante colores blandos”. Aunque sin corroborarlo arqueológicamente, otras informaciones sobre este supuesto uso han sido difundidas por algunos expertos, basados en la etnografía. Uno de ellos, que cita otra fuente, afirmó que algunos indios de Antioquia y Cundinamarca (Colombia) utilizaban sellos de cerámica, que él llama rollos o cilindros, para pintarrse el cuerpo. Cita, igualmente, a una tercera fuente según la cual se pintaban con sellos de madera. Resulta sorprendente la referencia a un sello de madera cuando el artefacto precolombino solía elaborarse en barro o arcilla. En ambos casos, por lo demás, se mencionan artefactos cilíndricos, rollos o rodillos. Son, pues, testimonios etnográficos que, como tales, solo tendrían validez si se hubiese establecido por los investigadores una continuidad cultural entre estos indígenas y los del pasado precolombino. Las matrices de los sellos precolombinos ofrecen dos formas claras: la plana y la cilíndrica. Por ello, la referencia común a sellos cilíndricos y planos. El arqueólogo Luis Duque Gómez, emplea indistintamente la calificación de pintaderas o estampaderas en referencia a los hallados en Colombia. Si bien establece la diferencia entre el artefacto cilíndrico del plano, al que le da carácter de sello -importante precisión como se verá más adelante- Duque Gómez expresa que no hay referencias históricas de la Conquista acerca del uso de tales elementos y recoge la teoría de Alcina Franch, pero bajo una mera suposición. Es poco probable que los sellos cilíndricos y los sellos planos hubiesen tenido una misma finalidad. En la siguiente figura se pueden apreciar en conjunto los dos artefactos, al parecer con finalidades diferentes: Sello redondo y sello plano con sus improntas. Cultura Quimbaya (500 a.C-1600 d.C.) Museo del Oro. Colombia La arqueología experimental consiste en reproducir en la actualidad los usos de los objetos en el pasado. De ello resulta concluyente que el cuerpo humano y el rostro carecen morfológicamente de condiciones para recibir de manera adecuada la aplicación de matrices de sellos. En cuanto al cuerpo, la carencia de superficies más o menos firmes y consistentes imposibilita una impronta correcta. En cuanto al rostro, la limitación de espacio y la dificultad que plantea la configuración de la cara, tornan menos probable la aplicación del sello y la fijación cómoda de la impronta. Existen, por ejemplo, sellos planos cuyo ancho alcanza los catorce centímetros y pintaderas cilíndricas de hasta diecisiete centímetros de largo. Tales tamaños resultan inadecuados para aplicar en un ser humano. No parece, en suma, factible el empleo de la matriz del sello cilíndrico, como se observa en la siguiente figura, o plano para decorar el cuerpo”. Cerámica. Sello cilíndrico. Cultura Tumaco-La Tolita. (700 a.C. y 500 d.C.) Colombia-Ecuador El proceso de pintar el cuerpo y el rostro con pinceles o materiales semejantes resulta mucho más cómodo, como ocurre en la actualidad entre muchas etnias indígenas. Los sellos planos y las pintaderas no se ajustan debidamente a la redondez del cuerpo y la cabeza. Es, pues, muy probable los cuerpos y rostros pintados, observados por los cronistas de Indias, respondieran al empleo de materiales diferentes. Las figuras humanas precolombinas que reproducen jefes y guerreros, pertenecientes probablemente a la nobleza, se observan grabadas directamente en sus trajes y no sobre la piel, como vemos a continuación: Cerámica. Cultura Mochica (100 a.C.- 700 d. C.). Perú. Museo de América. Madrid Isabelle Clerc de Cuenca afirma que, si bien el uso de las pintaderas tuvo como finalidad la de pintar el cuerpo y el rostro, como podría documentarse en fuentes escritas, Las fuentes arqueológicas no lo demuestran con certeza. Se trata de una afortunada conclusión que, lamentablemente, no ha sido valorada en toda su dimensión y ha sido ignorada por los investigadores de la cerámica precolombina, basados en la teoría de Alcina Franch. En suma, pues, desde la arqueología experimental, el empleo del sello para pintar el rostro o el cuerpo no parece factible. Fray Diego de Landa se ocupó, por lo demás, en escribir sobre la pintura corporal de los indios. Cuando lo hizo no se refirió a sello alguno sino a un claro procedimiento de tatuaje. Era un procedimiento doloroso, impropio de una simple impresión sigilar. Eran tatuajes grabados en carne viva, incluido el rostro. Un ejemplo de ellos puede observarse en la cultura Tumaco-Tolita: Cerámica. Cultura Tumaco-La Tolita. (700 a.C. y 500 d.C.) Colombia-Ecuador La teoría de Alsina Franch carece, pues, de una base sólida. El propio arqueólogo se expresó tiempo después sin la determinación que dio a su tesis en la década de los 50 del siglo pasado. Pareció, entonces, dudar de sus anteriores y rotundas afirmaciones. Su última definición sobre las pintaderas resulta aún más matizada: solo se refiere al uso de imprimir, sin mencionar si era sobre textiles o sobre el cuerpo humano. “Las llamadas `pintaderas´ son instrumentos cuya característica principal consiste en tener un diseño grabado en relieve que sirve para imprimir. Su forma general es de dos tipos: 1) planas y con mango, como los sellos de las oficinas actuales y 2) cilíndricas, con el interior hueco para ser atravesado por un palo o sólido, con dos protuberancias en cada extremo. El diseño puede haberse grabado en positivo, como los tipos de imprenta, o en negativo, como los moldes para fabricar relieves o esculturas. Son frecuentes en las Antillas, Mesoamérica, Centroamérica y norte de Suramérica. El empleo de las matrices de sellos sobre textiles con el objeto de plasmar dibujos simbólicos o decorativos parece ser en cambio una tesis mucho más sólida. Más aún si se piensa en la matriz del sello cilíndrico. Se encuentra suficiente evidencia al respecto. Según el etnólogo Hermann Trimmborn, a raíz de artefactos hallados en las cámaras funerarias en el valle medio del Cauca (Colombia), tenían en general la función de estampar tejidos, pero no precisó si se trataba de sellos cilíndricos o planos. El sello cilíndrico también es conocido como rollo. Menéndez Pidal, al referirse a él, arqueológicamente, emplea el término matriz cilíndrica. Estas matrices aparecen hacia los años 3300-3000 a.C., y, probablemente, fueron inventadas por la administración de Uruk o de Susa, en Mesopotamia y habrían tenido también un valor ornamental y mágico. En la civilización egipcia, entre el 2334 y el 2193 a.C., la matriz cilíndrica se abandonó para ser sustituida por matrices planas para aplicar en documentos escritos. Esta apreciación de Menéndez Pidal denota con claridad la función diferenciada del artefacto cilíndrico del plano, una circunstancia que se habría presentado también en la América precolombina. Isabel Clerc de Cuenca describe así al sello cilíndrico como tubular o macizo. La mayoría de ellos son de un promedio de 6 a 8 cm de largo, por 3 cm de diámetro. Pero pueden hallarse hasta de 20 cm de largo y cortos de hasta 2.5 cm. Como puede concluirse de esta descripción, los sellos cilíndricos, por su diseño, manipulación y aplicación rotatoria infinita, determinan que su función básica era la de estampar tejidos: Sello cilíndrico con su impronta. Procedencia desconocida. Según el historiador del siglo XVI Lucas Fernández de Piedrahita, autor de la Historia general de las conquistas del Nuevo Reino de Granada, los chibchas estampaban con sellos de colores sus mantas de algodón. En este sentido también hay noticias sobre tejidos posiblemente pintados con sellos cilíndricos en la Costa Pacífica de Sudamérica, en el Perú, como en Chancay, Paracas y Nazca. La escasez de tejidos en el registro arqueólogico, debido a su carácter degradable, impide concluir de manera determinante tal uso en esta dirección. Pero, a partir de hallazgos en enterramientos precolombinos, la investigación arqueológica ofrece pruebas importantes que validan la tesis sobre el uso del sello cilíndrico en textiles. En urnas funerarias precolombinas del Magdalena Medio (Colombia), en concreto en Puerto Serviez, el arqueólogo Gerardo Reichel-Dolmatoff halló, como parte del ajuar funerario, sellos cilíndricos macizos “para decorar textiles”, junto a volantes de huso. El arqueólogo no expresó duda alguna. El sello cilíndrico tenía una finalidad decorativa en los textiles. Resulta significativo, además, que los sellos y los volantes de huso, artefactos empleados para hilar, aparezcan juntos en los enterramientos. Además de una posible valoración mágico-religiosa […] el hallazgo conjunto sugeriría una relación de los objetos con la estampación y fabricación de textiles. Volantes de uso. Colombia En el área de asentamiento de la cultura Quimbaya, en la región del Quindío (Colombia), los entierros de la nobleza también proporcionan información en la dirección indicada. Reichel-Dolmatoff precisó que las personas de alto rango (caciques, chamanes, guerreros) eran enterrados en grandes espacios sobre la tierra, a veces junto a sus criados y mujeres. Entre los ajuares funerarios se hallaban volantes de huso, rodillos o sellos. Este mismo arqueólogo, sobre sus excavaciones en el Sinú, en la Costa Caribe colombiana, informó también de su existencia, como sellos para estampar. La arqueóloga Lucía Rojas de Perdomo, en cuanto a los descubrimientos en esta misma zona, no se refiere ya a los sellos cilíndricos como tales sino opta por llamarlos directamente estampaderas cilíndricas. Se trata de un calificativo más ajustado a la finalidad de estampar textiles. Al referirse a los asentamientos precolombinos indígenas en el Quindío, la misma investigadora concluyó que el hallazgo de volantes de huso y rodillos para pintar testimonian una importante producción textil. Los sellos cilíndrico -mejor llamados estampaderas- habrían tenido, pues, la función, tal vez única, de ser un artefacto para estampar textiles. Así lo sugieren las fuentes escritas, las características físicas de los mismos, las evidencias arqueológicas y la arqueología experimental. Una valoración mágico-religiosa, a partir de los enterramientos, consiste en preguntarse por qué las estampaderas y los volantes de huso aparecen como parte del ajuar funerario en varias culturas precolombinas. Una probable respuesta partiría de la interpretación de la muerte misma, como rito de paso. Se trataría de prepararse para otro plano existencial donde el vestido tendría un carácter simbólico y de ahí la necesidad de enterrarse con esos objetos. Se podría aventurar otra interpretación: la de cierto culto en vida por el oficio de hilar y tejer y por el vestuario estampado con emblemas que representarían mensajes mágico-religiosos. Según el historiador de las religiones Mircea Eliade, hilar y tejer en las culturas pasadas poseía un enorme simbolismo. Se han hallado sellos cilíndricos precolombinos extremadamente pequeños, si se comparan con otros de mayor tamaño. Por su dimensión, no podrían clasificarse en el conjunto de las estampaderas, destinadas a los textiles. Habrían podido tener propiedades sobrenaturales, como amuletos o talismanes, tal vez asociadas a poderes mágicos y favores divinos. Esta interpretación no es caprichosa. Se deriva de las conclusiones entre los investigadores de los sellos cilíndricos encontrados al sur de Mesopotamia y suroccidente de Irán, datados hacia la mitad del tercer milenio a.C. No debe descartarse este uso, sobre todo en las culturas precolombinas, donde las connotaciones mágico-religiosas eran expresiones no dicotómicas y propias de una percepción que iba más allá de lo visible y de lo tangible. Por todo lo anterior, los sellos planos habrían tenido una finalidad diferente. Poseen sus propias particularidades. La matriz del sello, que es el soporte o molde de arcilla o barro cocido que contiene la representación gráfica o emblema, es plana y en ocasiones cónica. También se han hallado en forma triangular y su tamaño es variable. El contenido de la matriz, ubicado en el espacio denominado campo del sello, suele llevar grabadas en relieve, a semejanza de las estampaderas, figuras geométricas, lineales, animales, vegetales y diversos signos reales o abstractos: Cerámica. Matriz de sello plano irregular y campo de la matriz con una figura animal. Procedencia desconocida. Los dibujos geométricos y lineales de los sellos, y sus formas semejantes en otras culturas, proporcionan la idea de la existencia de un campo muy limitado para el diseño. La creatividad geométrica no es infinita porque la propia geometría así lo determina. Esto explicaría la constante repetición de dibujos en lugares distantes geográficamente, sin que se invalide la posibilidad de la imitación por contacto intercultural o difusión. No debe sorprender, pues, encontrar un mismo diseño en un artefacto de la prehistórica Anatolia, en Asia, como se observa a continuación, que en un sello de la cultura Tumaco-La Tolita, en América, como se ve posteriormente: Anatolia. Museo británico. Cerámica. Sello rectangular con su impronta. Cultura Tumaco-LaTolita (700 a.C. – 500 d.C.) Colombia-Ecuador Como ya se explicó, los emblemas precolombinos aparecen en dos tipos de matrices: cilíndricas y planas. Ello no solo implicaría usos diferentes. También señala que la matriz es inseparable del emblema. No ocurre lo mismo, por ejemplo, en los emblemas heráldicos occidentales que resultan trasladables a distintas matrices. La coexistencia de sellos planos y cilíndricos o estampaderas permite inferir que matriz y emblema no significaron lo mismo en las culturas precolombinas. La presencia de tipos de matrices sugiere que las etnias precolombinas distinguían analíticamente entre el emblema y la materialización física. El emblema precolombino es instrumental: obra como un medio para transmitir mensajes mediante representaciones gráficas. Tal carácter denota la coexistencia entre el emblema y la sociedad o individuos receptores. Comunicación en un solo sentido, dentro de un contexto social específico, que reconoce el mensaje. Los motivos indígenas son representaciones del entorno, como los son los motivos europeos en el sistema heráldico. La amplia existencia de unas mismas representaciones plásticas en diferentes lugares se explica por difusión y asimilación, pero también, como se dijo, por la limitación natural de los propios motivos, sean geométricos o lineales, y debido a la naturaleza circundante. Mientras las estampaderas se habrían utilizado para estampar textiles, las matrices del sello plano podrían haber tenido una función personal, basada en la voluntad de sellar, que explicaría al sello como testimonio de la intervención del hombre y no como testigo mudo de circunstancias desconocidas. La repetición de los emblemas podría, por esto, interpretarse analógicamente. Así como en la actualidad se repiten los nombres, y se repetirían los logos y marcas de no existir un sistema estatal de marcas y patentes, los emblemas precolombinos circulaban comúnmente, aunque el repertorio de símbolos era muy limitado por lo que ya se ha dicho. Según Clerc de Cuenca, dibujos geométricos [en los sellos] son probablemente elementos esquematizados bajo el efecto de alucinógenos. No es de extrañar. El empleo de alucinógenos en las culturas precolombinas fue una práctica común. Se recurría, entre otros, al yagé o ayahuasca y a los hongos y su empleo ha sido vinculado al chamanismo. Los hallazgos arqueológicos de artefactos pequeños, como tubos hechos de cerámica, se relacionarían con el consumo de alucinógenos. Así lo señala Reichel-Dolmatoff, tras las excavaciones en Momil, a orillas de una laguna del bajo río Sinú (Colombia), donde se observan figuras humanas pequeñas demacradas, sentadas en cuclillas, que podrían representar un chamán con visiones alucinatorias. Según el arqueólogo y etnobotánico Constantino Torres el uso de inhalantes visionarios en los Andes colombianos se observa en la litoescultura de San Agustín (Colombia), En sus esculturas se representan seres humanos, monstruos y animales con rasgos terroríficos y crueles, cuya angustia sicológica posiblemente sea producida por el uso de drogas alucinógena. No debería, en consecuencia, descartarse el efecto de los alucinógenos en la creación de los emblemas grabados en los sellos. Se hallan en algunos de ellos manifestaciones extrañas, difíciles de atribuir a la simple imaginación Algunas informaciones obtenidas para esta tesis, a través de los llamados guaqueros -personas dedicadas a abrir tumbas y excavar enterramientos clandestinamente y sobre las que hablaremos más adelante- señalan que muchos emblemas en la sigilografía precolombina expresan verdaderas distorsiones de la realidad, aparentemente como resultado del empleo de alucinógenos. En el caso de San Agustín precisan que lo observable en la escultura también se manifiesta en los emblemas de los sellos, donde aparecen figuras zoomorfas, especialmente jaguares, con gestos de horror. En un sello de la cultura Tumaco- LaTolita, al sur de Colombia, se observa un emblema zoomorfo, cuya representación denota ferocidad y terror con características semejantes a las vistas en la escultura de San Agustín. ¿Se habría elaborado bajo el efecto de alucinógenos? Cerámica. Cultura Tumaco-La Tolita (700 a. C -500 d. C.). Colombia. Museo de América. Madrid. Se pueden hallar múltiples ejemplos de un posible empleo de los alucinógenos, como en el caso de este jaguar enfurecido: Cerámica. Cultura Nariño (750 d.C.-1500 d.C.) Colombia Según el historiador Menéndez Pidal, al ocuparse los emblemas occidentales, hubo primero un estudio histórico-arqueológico centrado en las formas: en cómo se hicieron las cosas. Lo puramente formal. Se estudiaban, por ejemplo, las colecciones de sellos, los materiales empleados en su fabricación, analogías, etc. Se trataba de un enfoque puramente artefactual de la arqueología. A cambio, el historiador cree mucho más apropiado un estudio histórico-antropológico, que se pregunte el porqué y el para qué. Cierta dimensión histórica-antropológica, que posee actualmente la antropología, es producto de una evolución teórica a través del tiempo. La arqueología vivió en un principio una protoarqueología caracterizada por el tono especulativo y cuya base no era otra que la curiosidad por el pasado, por la antigüedad. A mitad del siglo XIX, gracias a los trabajos de Charles Darwin, con el llamado Sistema de las Tres Edades y con el reconocimiento de la antigüedad del hombre, la arqueología adquirió el marco conceptual indispensable para su desarrollo científico. Por la misma época, la arqueología descubrió el valor del trabajo etnográfico, que empezó a realizarse de forma sistemática. A pesar de importantes hallazgos, la arqueología, hasta la mitad del siglo XX, se dedicó a los aspectos cronológicos y sus profesionales a la tarea de clasificar y describir los descubrimientos. Se estudiaba una colección, se describía, se asignaba a un grupo, se establecía su pertenencia y se bautizaba con un nombre. Este enfoque convencional o histórico-cultural, que también podríamos llamar arqueología artefactual, porque estaba dominado por lo intrínseco de los artefactos, era básicamente descriptivo y aún rudimentario si lo comparamos con los desarrollos posteriores de la disciplina. En la década de los 60 del siglo XX la arqueología basó su desarrollo en los resultados obtenidos en el campo de la datación en años anteriores y en la necesidad de hallar explicaciones a las cosas. Se buscaba así un estudio, a partir del razonamiento arqueológico, de los procesos culturales y sociales inmersos en la propia historia de la cultura: la arqueología procesual o nueva arqueología. Esta interpretación significaba para los nuevos científicos explicar y no solo describir y, en consecuencia, elaborar generalizaciones sujetas a contrastaciones. Se llegaba, de esta manera, a un estadio científico de la disciplina. La arqueología procesual, que fue calificada con posterioridad de padecer un excesivo cientifismo y de ser exageradamente funcionalista, y por eso también llamada arqueología procesual-funcionalista, se constituyó sin embargo en una importante alternativa para el estudio arqueológico. Al fin y al cabo, dirigió sus esfuerzos más allá de lo existente y, tras aislar los diferentes procesos, integró en un plano científico el estudio del medio ambiente, la economía, la ideología y las creencias. En el último par de décadas la arqueología procesual tomó el camino hacia las arqueologías interpretativas. Sin alejarse de la corriente principal, continúa por el sendero de la explicación de los cambios. Se ha centrado en el estudio de los aspectos simbólicos y cognitivos de las sociedades pasadas, con el propósito de explicar los cambios y las transformaciones. Con las llamadas arqueologías postprocesuales o interpretativas se quiere expresar, colectivamente, los enfoques novedosos que surgieron tras la arqueología procesual. Uno de esos enfoques propone que el arqueólogo haga su propia interpretación de los descubrimientos, su propia “lectura”, pues una verdadera objetividad es imposible. Se le ha considerado, por ello, más cercano a la ficción que a la ciencia. Interesa subrayar, sin embargo, que los diversos enfoques posprocesuales o interpretativos proporcionan un valioso énfasis en la contextualización histórica específica. Estas arqueologías interpretativas representan en buena parte la teoría arqueológica de comienzos del siglo XXI. El papel del individuo en la sociedad es un planteamiento que ocupa, desde hace unas décadas, a las ciencias sociales y a las humanidades. La arqueología contemporánea ha seguido un sendero semejante. La teoría posprocesual, sostenida por Ian Hodder, afirma que la arqueología está estrechamente ligada a la historia, y, por tanto, es importante entender al individuo como protagonista de la misma. Este investigador invita a tener en cuenta el resultado de las acciones intencionales de individuos pensantes. Por otra parte, coincide con la arqueología procesual-cognitiva en el sentido de que esta, al admitir el análisis de los pensamientos y acciones individuales, también le concede un papel fundamental al individuo. Esto encaja con la importancia que la arqueología procesual-cognitiva le concede a los artefactos como expresiones simbólicas. Y esas expresiones simbólicas, en consecuencia, admiten posibles interpretaciones desde la perspectiva intencional de la acción humana. Tales interpretaciones, al ser efectuadas por el arqueólogo como sujeto, pueden derivar en “lecturas” diferentes de los hallazgos, descubrimientos y estudios artefactuales. Ello no significa ficción, puesto que las argumentaciones y las conclusiones deben poseer un soporte científico. Y está claro, para la antropología actual, que la mera datación y la clasificación en el registro arqueológico es insuficiente para explicar la evolución humana y comprender las claves de las diversas culturas. De esta manera se tiene que los emblemas precolombinos son testimonios plásticos valiosos. Requieren una lectura más allá de la descripción puramente artefactual, claramente insuficiente. Tanto lo cuantitativo del sello, que explica su amplia difusión en diversas culturas, como lo cualitativo del mismo, la repetición de las figuras gráficas y su representación, explican el uso individual y la clara receptividad social que obtuvo. Los sellos planos habrían constituido signos de identidad y de personalidad social. Al reconocerse socialmente el emblema, hay que suponer el valor comunicativo y la integración como costumbre dentro de la cultura. Lo ornamental que pueda ser, por su proyección estética, también es un hecho cultural notable. En la doble dimensión de lo individual y lo social, el uso del sello plano debe contemplarse igualmente como producto de la imitación que da lugar a la moda, lo que también ayudaría a explicar adicionalmente el porqué de la semejanza y repetición de las representaciones gráficas en los emblemas precolombinos. El primer sello en América fue hallado en Puerto Hormiga (Colombia). Está datado por radiocarbono entre el 3100 a.C. y 2500 a.C. Fue encontrado por el antropólogo y arqueólogo Reichel-Dolmatoff. Se trata del borde dentado de un bivalvo marino (molusco). Centenares de matrices de sellos planos han sido halladas en los enterramientos, como parte del ajuar funerario. Es el caso de una zona del Quindío (Colombia), donde, junto a otros artefactos, aparecieron en las tumbas de los nobles, según el antropólogo. Una vez más, la matriz del sello plano evidencia una clara significación personal de enorme importancia, al formar parte de los objetos necesarios que llevaba el fallecido, dentro del rito de paso a otro plano existencial. Muy probablemente las representaciones gráficas contenidas en la matriz conservaban en ese especial momento una connotación mágico-religiosa”. En los enterramientos de Messara, en el sur de Creta, datados entre 2200 y 1700 a.C., también fueron hallados sellos que acompañaron a las personas muertas. La connotación mágico-religiosa del sello también puede inferirse de las propias representaciones gráficas zoomorfas, dado el papel religioso que tenían los animales. De ahí que los indígenas se comunicaban –incluso en la actualidad- con los animales. En consecuencia, desde una perspectiva sociológica, la acción religiosa de los pueblos indígenas representaba no la intervención en este mundo, sino la participación en este mundo, es decir, prolongación de la sociedad en el ámbito cosmogónico. Debemos preguntarnos el porqué de los emblemas grabados en las matrices de las estampaderas y en las de los sellos planos precolombinos. No hay una única respuesta. Tendrían una función comunicativa debido al reconocimiento del mensaje por parte del receptor. Un mensaje comprensible para todos. Los emblemas no son mudos. Hablan, transmiten, comunican. También poseen un significado cultural. Son relevantes para la cultura que los adopta, sea por naturaleza, difusión, moda o costumbre. Conllevan, además, una intencionalidad: quien los fabricó, el alfarero, quiere grabar algo que los demás comprenderán. De esta forma se expresaban una idea, un sentimiento, unas emociones, unas creencias individuales, incluso sacramentales, que son captadas socialmente. Los emblemas, por otra parte, representan una visión del mundo, con tiempo y circunstancias, donde no había distinción entre lo real y lo imaginario. Donde el hombre no muere (en el sentido que damos a la muerte en Occidente), donde no hay una ruptura, sino donde adelanta pasos comprensibles y naturales, que la propia sociedad enaltece y venera. Expresan, también, la acción humana, la del individuo y su voluntad de sellar para dejar una impronta personal reconocida y validada por el medio social, que a su vez la dota de un valor simbólico, identificable por todos. Las improntas de las matrices de sellos precolombinos quizás hayan sido destruidas por el tiempo al hacerse la impresión sobre materiales degradables que no han sobrevivido. No han faltado los intentos a lo largo del tiempo de traducir las representaciones gráficas de los sellos precolombinos. Clerc de Cuenca, por ejemplo, lanzó la idea de que cierto signo -una especie de onda marina vertical, aparentemente relacionada con el agua, que se repite con frecuencia en sellos de la cultura Jama Coaque del litoral pacífico ecuatoriano- tiene semejanza con signos pictóricos de escritura sumeria y con el chino antiguo. Frente a la flor de cuatro pétalos, grabada en sellos de esa misma zona arqueológica, pero también en algunos mexicanos (Guerrero, Valle de México), sostiene que tal representación está relacionada con la mitología azteca donde la cifra cuatro posee una importante dimensión simbólica. Alcina Franch, en cambio, sostuvo que era un trébol de cuatro hojas y llama la atención sobre la existencia de esta misma figura en un sello de Canarias, rodeada por dos círculos concéntricos, y de otro en México, rodeada por dos cuadrados. También hallamos este mismo dibujo en Thera (Santorini), Grecia. ¿Coincidencia, difusión? Cerámica. Museo Arqueológico de Santorini. Grecia. De la misma manera, este antropólogo afirmó que uno de los temas geométricos más comunes en los sellos canarios es el triángulo. Tal figura, según se ha podido constatar, también aparece al otro lado del Atlántico en una matriz cilíndrica hallada en Saloa (Colombia), y en otra matriz precolombina probablemente con origen en esa misma zona. Se sabe también que los triángulos aparecen en un lugar geográficamente lejano, grabados en los sellos del periodo poscasitas en Babilonia, datados entre 1.500 y 1000 a.C. Cerámica. Estampadera con triángulos grabados y su impronta. ¿Por qué emblemas semejantes de matrices de sellos en lugares tan distantes unos de otros? ¿Tendría el triángulo un valor simbólico en culturas diferentes? ¿Son creaciones independientes? Alcina Franch apuntó la explicación a la teoría difusionista, aunque en su tiempo, como él mismo lo señaló, era poco aceptada por los arqueólogos. Sostuvo, en su explicación, que hubo un proceso de difusión que partió del Próximo Oriente, cuyo punto culminante fue América. La teoría de la difusión ha recuperado importancia entre los antropólogos y arqueólogos y poco se duda de la existencia de contactos interculturales en el pasado. No puede descartarse, sin embargo, la idea de que el triángulo repetido en lugares diferentes responda a una creación propia e independiente, sobre todo si se piensa, como ya se ha afirmado, que el diseño geométrico y la naturaleza circundante son limitados. Esto también podría afirmarse de otros emblemas presentes en las matrices: círculos concéntricos, líneas rectas, cruces, espirales, etc. El sello, pues, con sus emblemas, fue un instrumento que los nobles indígenas de América emplearon con la finalidad de distinguirse dentro de su sociedad. Expresaban, además, su personalidad social. Los emblemas contenían representaciones gráficas proporcionadas por el entorno natural y el diseño geométrico, en claves que los demás entendían, como medio comunicante. Manifestaban la posesión de un alto rango social, una autoridad reconocible. Sellos que fueron elaborados con técnicas asombrosas y poseedores de incuestionable valor estético. Las flechas, armas ligeras de ataque, se ven reflejadas en diferentes expresiones iconográficas indígenas. Desde luego eran comunes entre los habitantes de los pueblos precolombinos. Estas armas de combate figuran, por ejemplo, en los códices y dan cuenta de ellas los cronistas españoles. Su empleo, montadas sobre arcos y disparadas desde ellos, puede observarse en el Lienzo de Tlaxcala, al que nos referiremos más adelante. También fueron usados frecuentemente en la caza de animales, práctica que aún pervive entre varias etnias americanas. En la América precolombina se dio el empleo de escudos con carácter militar y, probablemente, ceremonial. Dotados de emblemas, su utilización en actividades guerreras supone un origen semejante al de la heráldica europea. Eran una manera de identificarse en las batallas, aunque seguramente no era la única función. Estos emblemas podrían ser, al igual que los contenidos en los sellos, una forma de manifestarse socialmente o de comunicar una personalidad social, pero también de informar acerca de una pertenencia étnica. En cualquier caso, a diferencia de Europa, esas primeras armas en América habrían sido de uso exclusivo de los nobles o de guerreros nobles y de gente de alto rango social, que muchas veces también ejercieron funciones militares. Tempranamente los españoles identificaron los escudos redondos de los indígenas como rodelas, término que proviene del occitano rodella. De esta manera los asemejaban a los caracterizados escudos redondos y delgados, comunes desde la antigüedad en Europa y usados regularmente en los siglos XVI y XVII. El sustantivo pronto plagó las descripciones de tales armas en América y fue llevado al terreno de la heráldica oficial hispánica cuando se concedieron escudos de armas a los nobles indígenas tras la Conquista. Los emblemas heráldicos son representaciones gráficas de la sociedad que los concibió, los adoptó y los usó y, por tanto, son expresiones de su propia cultura. No son creaciones inertes, ni dibujos estáticos, ni repertorios inanimados, sino producto de una sociedad viva. Al enfrentarse a un emblema heráldico el investigador debe interrogarse por su contexto vital: ¿cuándo los usaron?, ¿dónde los usaron?, ¿cómo los usaron?, ¿quiénes los usaron? y, sobre todo, ¿por qué los usaron? El emblema es considerado sustancia del sistema heráldico que se formó en la Europa medieval y, como tal, manifestación cultural de Occidente. Este fue su ámbito geográfico natural y, desde él, por difusión, alcanzó otras culturas o penetró en ellas o actúo como un brazo que nació del tronco occidental. El emblema permite la lectura histórica porque es un testimonio histórico. Tiene un tiempo, un espacio y un conjunto de circunstancias sociales por las que se indaga. Refleja una sociedad. Evoluciona, cambia, según épocas y costumbres. El sistema heráldico comienza a gestarse en la sociedad europea del siglo XII. Hay sentido del uso del emblema desde comienzos del XIII. A lo largo de este siglo alcanza su plenitud, su mayor proyección, hasta mediados del XIV. A finales de siglo muestra señales de decadencia, que se torna eminente al llegar la Edad Moderna. Los emblemas no fueron, como se ha afirmado, patrimonio exclusivo de la guerra, aunque se llevaran en ella. Fueron, sobre todo, desde sus inicios, signos de identidad -y lo fueron durante muchas batallas-, manifestación de una personalidad social, atribuibles a un linaje, y, en consecuencia, hereditarios. En la guerra actuaron más que todo como signo de reconocimiento. Aparecían en los escudos defensivos. Pero su presencia en diferentes soportes, como el sello, implican otros usos. Por eso no sorprende que los primeros emblemas heráldicos en España, de comienzos del siglo XII, se encuentren en los capiteles del claustro románico de la catedral de Pamplona. Tampoco aparecieron un día exacto, milagrosamente. No hay fecha de nacimiento. El sistema heráldico no se formó tal o cual año. Se fue formando. Durante su plenitud, las pautas del sistema se configuraron desde la estética heráldica. Esquematismo, nitidez, contraste cromático, densidad proporcionada del dibujo, reparto equilibrado de las superficies del campo, simetría. La acogida del emblema heráldico se expandió hasta principios del siglo XIV. El modelo formal fue el escudo de armas. El emblema, además, adquirió un valor ornamental. Pero no era privativo de la nobleza. Solo a mediados del XIV se irrigó la creencia popular de que el emblema heráldico era patrimonio de la nobleza. Luego se impuso como tal, por doctrina, sin base jurídica. Los emblemas se tornaron más complejos, se perdió nitidez, se magnificó la pretensión ornamental. El escudo de amas se adornó con celadas y lambrequines, y se adoptó como expresión de un linaje vinculado a un territorio. Cuando llegó la crisis heráldica, desde finales del XIV, se sublimaron en el escudo los hechos heroicos, supuestos o ciertos. La identificación con la nobleza fue absoluta, los reyes de armas se atribuyeron papeles excesivos y el escudo dejó de ser creación colectiva y espontánea. En el siglo XV y hasta comienzos del XVII e incluso en el XVIII, se produjo una explosión de ansias armeras. La demanda de escudos era creciente y paralela a la explosión de las propias pretensiones nobiliarias. La decadencia tomó el relevo: el escudo de armas fue profuso en adornos, el tamaño aumentó, los cuarteles también, y los hechos heroicos, en remembranza, adquirieron connotaciones inverosímiles. Las armerías se convirtieron en marcas de honor. Una especie de publicidad para el poseedor del escudo. Un signo de distinción. Y tan arraigada fue la doctrina nobiliaria del escudo de armas que en Navarra llegó a restringirse su uso en 1583. Había que poseer la calidad de noble para portar y exhibir las armerías. El brazo extendido de la decadencia heráldica española llegó a América por entonces. Las armas, concedidas por la Corona a nobles indígenas, reflejaron ese declive. Escudos sobrecargados de emblemas, multiplicidad de cuarteles -hasta ocho en ocasiones-, diseños aparatosos y rimbombantes, manifestaban el curso heráldico seguido en Castilla y reproducido en Indias. No obstante, la Corona tuvo especial cuidado para que no se usurparan los usados por la casa real. Como reconocimiento a la labor a favor de la conquista de nuevos territorios, mediante alianzas con los españoles, y demostrada su conversión a la fe católica, miembros de la nobleza indígena fueron recompensados con escudos de armas. A menudo se ha afirmado que a la monarquía hispánica le salió barata la recompensa otorgada a caciques y principales a cambio de todo lo que obtuvo en América. Pero no es así. El valor social que tenía la posesión de un escudo de armas tenía significaciones tan apreciables como otro tipo de preminencias. No solo era un privilegio sumamente apetecido y deseado, con notorios efectos de poder ante sus pueblos. Era, también, un modo social de conseguir una equiparación tangible con la nobleza peninsular, una distinción que provenía de la propia Corona. El afán de tener escudo de armas desvelaba a caciques y principales como a los nobles en Castilla. Las armas expresaban ya una condición nobiliaria inequívoca. De muchas maneras, tal ambición probaba que el escudo era demandado porque existía la necesidad social de poseerlo. Reportaba una utilidad para el poseedor. Elevaba su estatus dentro de la sociedad. No constituía un bien económico, sino un bien social, que se proyectaba ante los otros, fuera como signo de ostentación, fuera como un mensaje significante de un pasado real o imaginario de honor y valentía. Se vivía en un mundo afecto a los honores. Incluso, las falsificaciones testimonian el aprecio por los escudos, tras los cuales subyacía fervientemente la pretensión de simular nobleza. También se ha concluido cómo la reelaboración de cédulas reales, transmisiones orales y documentos pictográficos se realizó con el propósito de engrandecer una figura, un personaje. El cierre del siglo XVI puede considerarse como un límite razonable para contemplar la supervivencia de las formas precolombinas más auténticas en América. A partir del XVII, se difuminan lentamente y adquieren otro matiz, con proyecciones propias del periodo colonial tardío. Es en el XVI cuando se produce la inflación heráldica, cuyos efectos pueden apreciarse en las armas concedidas a nobles indígenas, principalmente en Nueva España y Perú. Las concesiones de escudos de armas a indígenas nobles no alcanzaron otros ámbitos territoriales de América. Ello se debió, probablemente, a la temprana erosión del tejido social indígena y al hecho mismo de que sus pueblos se doblegaron muy pronto a los conquistadores españoles y no constituyeron mayor desafío, a lo que se suma la rápida desarticulación y desmembramiento de los cacicazgos primitivos. De otra parte, quienes encarnaban la cúspide social no entraron a formar parte del juego de negociación política que sí se presentó en otras regiones americanas, con sociedades autóctonas de más avanzada formación estructural. En el caso del Virreinato de Nueva Granada, hubo también una alianza entre los caciques y los conquistadores. Gonzalo Jiménez de Quesada fue ayudado por la etnia muisca para combatir otros grupos indígenas y desarticular algunos impulsos de otros conquistadores españoles. La nobleza precolombina ha sido estudiada por varias disciplinas desde diversas perspectivas. Aquí se ha pretendido dar una lectura diferente de las fuentes primarias, como son las crónicas, los informes de los representantes de la Corona hispánica en América y las comunicaciones personales con guaqueros. El enfoque fundamental, en la primera parte, se ha centrado en la manera cómo cronistas, conquistadores y funcionarios españoles percibieron, a partir de una concepción preestablecida por el medio y la cultura, la estructura social precolombina. En términos generales, se puede concluir que la estratificación social observada no pudo resistirse a las equivalencias con el medio social hispánico. Lo conocido, lo vivido, e incluso lo estudiado en la península se volcó en las impresiones de los españoles llegados a América durante el Descubrimiento y la Conquista. El orden social hispánico marcó definitivamente la tarea de describir y racionalizar una nueva realidad allende los mares. El aparato intelectual llegaba a tierras americanas lubricado por la realidad previa, imposible de desmontar. Ese aparato intelectual, como es obvio, echó mano de la experiencia y el conocimiento obtenidos con anterioridad, y sirvió como el mecanismo natural y lógico para aprehender un nuevo y hostil entorno. El lenguaje descriptivo estaba limitado por el lenguaje contenido. Las comparaciones y las equivalencias fueron inevitables. La carga cultural llevada por los españoles fue irremediablemente puesta al servicio del registro cotidiano. Era imposible sustraerse a ella. No se podía plegar al momento de escribir. Pero esto no debe entenderse como una rémora, sino como una herramienta útil que fraguaba una nueva realidad. Había que referir a los habitantes de la península un cuerpo de impresiones, comunicadas lo más asequiblemente posible. La estructura nobiliaria peninsular era el punto de partida, no solo como parte de una asimilación consciente o inconsciente, sino como expresión de un orden vigente, aceptado por todos. Buscar las equivalencias significaba no forcejear con ese orden y dar por válido un lenguaje capaz de representar percepciones e impresiones. Era lo que se llevaba a América y resultaba adecuado para establecer relaciones conceptuales. Pero esa nueva realidad también rompió el lenguaje cuando no parecían válidas las semejanzas. Los españoles dieron vida al término principal desde el propio Descubrimiento. Y con él se llegó hasta prácticamente la independencia de los países americanos. Durante la Conquista se empleó para designar un segmento definido y situado en la parte superior de la escala social. Los principales, como se ha podido ver a lo largo de esta tesis, representaron con amplitud la nobleza precolombina. Esto es algo que hoy resulta académicamente indiscutible. Como el hecho, también aquí probado, de que el principal fue una figura que estaba por debajo del cacique o señor y en muchas ocasiones bajo su mando y poder. También debe resaltarse que las culturas precolombinas, al igual que la hispánica, poseyeron sociedades altamente jerarquizadas. Hubo indiscutible verticalidad: desde el señor, rey o cacique en la cúspide, seguido por los principales, para terminar en la base con la gente común. Una estructura social, como se dijo, verdaderamente piramidal. Lo concluyente y novedoso de este trabajo no es la determinación de la existencia de una nobleza precolombina. Es, en cambio, cómo fue vista y percibida esa nobleza por los españoles, según su condición social, nivel cultural y conocimiento previo. Pero también según los condicionantes de la época. Esta tesis ha pretendido afinar el concepto de principal y mostrar cómo se usaba entonces. Significa que ha ido más allá de la idea general y rápida de decir que en efecto hubo una nobleza precolombina. Esto se ha suplido aquí con la observación de los detalles y, sobre todo, con la apreciación de los usos idiomáticos. Unas veces se encontró claridad, pero también en otras se halló confusión. Resulta concluyente que, durante el Descubrimiento y la Conquista, se impuso el término principal como sustantivo. Como expresión para significar a un indígena de alto rango social. Estaba reservado, en efecto, para designar a aquellos indígenas que formaban parte de la élite social, luego conocida como nobleza. Los principales fueron situados en general por los cronistas, conquistadores y funcionarios de la Corona en el lugar inmediatamente inferior de los reyes, señores o caciques, que aparecen en la cúspide de la escala social. Pero se vieron casos en que el señor fue a la vez principal. También resulta concluyente que el término principal se empleó en múltiples ocasiones como adjetivo, como una manera de señalar la preeminencia de un indígena o de un cacique. Porque es igualmente concluyente que no todos los caciques y señores eran iguales entre sí, sino había algunos de ellos que destacaban más: eran, como se les denominó, caciques principales o señores principales. Y hubo, además, principales que lo fueron por ser parientes de caciques y señores. Y hubo, entre las distintas funciones que asumían, principales que actuaban como verdaderas figuras cortesanas de un rey, señor o cacique. En cualquier caso, los españoles mayoritariamente no dudaron en tornarlos equivalentes a los nobles peninsulares, pero no iguales. La percepción hispánica fue bastante restrictiva para asimilar los unos a los otros. Casi todos los cronistas, conquistadores y funcionarios nobles se reservaron para la península la distinción de hidalgos o de la hidalguía, y también lo hicieron aquellos que, sin ser nobles, poseyeron una amplia cultura. Se observó, además, cierta precaución en algunas crónicas al efectuar las comparaciones. Las semejanzas aparecieron atemperadas por expresiones como: “hijosdalgos a su modo”, “como decimos en Castilla”, “así como entre nosotros en España”, “como si dijésemos del estado de caballeros”, “que es como decir casas solariegas”. Fue, probablemente, una forma de contener el lenguaje nobiliario peninsular y fijar así unos límites conceptuales. La perspectiva hispánica, pues, fue en general restrictiva frente a la posibilidad de igualar la nobleza precolombina con la nobleza peninsular. A mitad del siglo XVII, Juan de Solórzano y Pereira, hidalgo, y quien fuera oidor de la Real Audiencia de Lima y fiscal del Consejo de Indias, y, por tanto, con conocimiento de causa, apenas señalo que la nobleza indígena era una especie de nobleza local similar a la peninsular. Se puede concluir que esa restricción obedeció, entre otras causas, al conjunto de condicionamientos generales y religiosos que llevaban los hombres de la Conquista. Hombres de su época y, por tanto, sujetos al imperio de razones, emociones y percepciones de su tiempo. En una segunda parte, se abordaron las huellas emblemáticas precolombinas. Con ello se quiso significar que la nobleza indígena no solo lo fue como unidad social dentro de una estructura rígida, sino tuvo sus propias expresiones emblemáticas dentro de una sociedad que las entendió y las empleó como comunicantes, portadoras de mensajes, reflejo de una realidad. Por eso, obran como verdaderos documentos históricos o -si se quiere- prehistóricos. Sus contenidos gráficos develan la sociedad que los creó. Se trata de creaciones humanas y, en consecuencia, con significantes racionales unas veces, emotivos otras, pero siempre cargados de intencionalidad. De esta segunda parte, se puede concluir que la nobleza indígena precolombina, como la de otras culturas o civilizaciones, tuvo voluntad diferenciadora. Se manifestó a través de diversos emblemas -en diversos soportes- para señalar su nivel social y el papel que jugaba en su época, en su región, en su entorno. Testimonian la existencia de una sociedad que les reconoce a sus nobles indígenas una situación elevada, superior, que expresan claramente una identidad social definida y aceptada. Resulta concluyente que el mundo nobiliario precolombino estuvo dotado de manifestaciones emblemáticas, reveladoras de su poder, expresiones de su modo de ser. Fueron transmisoras de mensajes comprensibles para el conjunto social. Fueron signos de comunicación. Y casi siempre fueron expresiones emblemáticas caracterizadas por técnicas de elaboración complejas, con valores estéticos, verdaderos documentos artísticos de culturas extinguidas.