El impacto del sistema interamericano de protección de derechos humanos en la justicia transicional ¿existe un lugar legítimo para el perdón?

  1. Cervantes Valarezo, Andrés
Dirigida por:
  1. Alejandro Sáiz Arnaiz Director/a
  2. Josep Joan Moreso Codirector/a

Universidad de defensa: Universitat Pompeu Fabra

Fecha de defensa: 30 de marzo de 2020

Tribunal:
  1. Eduardo Ferrer Mac Gregor Presidente
  2. Ramón Miguel García Albero Secretario/a
  3. Maria Luisa Iglesias Vila Vocal

Tipo: Tesis

Teseo: 618933 DIALNET

Resumen

La investigación aborda un problema clásico dentro del ámbito de estudio de la justicia transicional relativo a la tensión entre justicia penal y reconciliación. Si bien existe abundante literatura sobre esta temática, el aporte de este ensayo al campo de estudio consiste en trasladar la discusión al ámbito de los tribunales internacionales. Para ello, se analiza sistemáticamente la jurisprudencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos y se arriba a la conclusión de que los criterios actuales sobre amnistías e indultos no resultan adecuados para analizar la responsabilidad de los Estados que buscan concluir un conflicto armado. En base a esta constatación, se proponen estrategias procesales y la aplicación del artículo 32 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos como marco regulatorio de estos procesos a fin de garantizar seguridad jurídica. Como premisa necesaria de estas estrategias, se aboga por sustituir el actual fundamento de la jurisprudencia interamericana: el derecho humano de la víctima al castigo del victimario. La metodología utilizada en la investigación es inductiva y articulada a partir del estudio de casos de la jurisprudencia interamericana. Arrancando con el análisis de las diversas sentencias de la Corte IDH en materia de justicia transicional se establecen principios jurídicos aceptados pacíficamente en la literatura. Luego, valiéndome del estudio de un caso concreto, el proceso de paz Santos-FARC en Colombia, se utiliza el método deductivo para derivar determinados principios jurídicos que se encuentran en tensión con los de la jurisprudencia interamericana. Finalmente, se presenta una evaluación de porqué preferir una u otra alternativa. En armonía con lo expresado arriba, el Capítulo I ofrece una introducción a la justicia transicional contrastando tres etapas históricas: el período de posguerra desde 1945 a 1948 caracterizado por el juicio de Núremberg, los procesos de Tokio y la creación de la ONU; el período posterior a la guerra fría conocido como la tercera ola de la democratización en la década de los años 80 y 90, caracterizados con los procesos de transición en Sudáfrica y el Cono Sur; y, un tercer y cuarto período con el surgimiento de tribunales penales híbridos y el estado permanente del poder penal internacional representado en la CPI. Lo que resulta fundamental para el posterior desarrollo de la investigación es que aquí se adopta un concepto normativo del término justicia transicional. Lejos de ser un mero descriptor se trata de una verdadera forma de justicia que opera más allá de las limitaciones que impone el contexto de los hechos, esto, bajo la lógica de que existen estándares jurídicos mínimos que deberían ser respetados por quienes participan en los procesos de negociación de paz. Si esto es así, la primera fase no sería realmente ejemplar de la justicia transicional sino justicia del vencedor, pues claramente no estaba sujeta a límites jurídicos. De forma similar, la segunda fase sería representativa del perdón y olvido, aunque con ciertos matices de responsabilización, pero renunciando generalmente al ejercicio del poder penal. Para concluir, el derecho penal del siglo XXI aparece como comprometido a luchar contra la impunidad, pero debe plantearse si en verdad está capacitado para hacerlo y si aquello es deseable a toda costa. En el Capítulo II se introduce al lector a la jurisprudencia de la Corte IDH en lo que se ha denominado la lucha contra la impunidad. Se trata, según la Corte IDH, de una obligación de carácter ius cogens que acarrea un deber absoluto de investigar, procesar y, eventualmente, sancionar todas y cada una de las graves violaciones de DDHH. Sobre este último concepto ha de aclararse que se trata de una fórmula engañosa. No solamente se refiere a crímenes de lesa humanidad, de guerra y genocidio sino también a otros crímenes “graves” cometidos de forma asistemática (sin motivo político) o puntual (no masivo). La extensión del concepto conduce a una relajación de las garantías del debido proceso o de “medidas especiales” para lograr el castigo: la imprescriptibilidad de los delitos, la imposibilidad de amnistía o indulto, la obligación absoluta de extraditar, la prohibición de conceder asilo, la habilitación de la jurisdicción universal y, en ciertos ordenamientos, inclusive, el juzgamiento en ausencia. De esta forma, la CADH ha ido mutando de un catálogo de derechos y garantías para el imputado en un proceso penal a una especie de código penal interamericano que impone reglas como la proporcionalidad inversa de la pena, o permite la recalificación de hechos a otros tipos penales sin que medie ejercicio del derecho a la defensa, o permite el doble juzgamiento a pesar de que el proceso penal sea legítimo, entre muchas otras novedades. Diría sin temor a equivocación que se ha gestado un verdadero derecho penal del enemigo contra aquellos acusados de “graves violaciones a los derechos humanos” legitimado en las necesidades de aseguramiento cognitivo de la víctima. Si bien para la doctrina dominante en el DIDDHH este régimen especial dista de ser censurable, debería al menos ser reconocido explícitamente por la Corte IDH en aras de la seguridad jurídica y un desarrollo coherente de la cuestión. En el capítulo III se expone el contenido normativo de los derechos de la víctima a la verdad, justicia y reparación en los términos delineados por la Corte IDH. Frente a esos estándares se contraponen las realidades prácticas de la justicia transicional. Es, en efecto, discutible que el derecho a la verdad pueda satisfacerse perfectamente por medio del proceso penal. La exclusión de la prueba ilícita, el principio de presunción de inocencia, la prohibición de declarar contra uno mismo y la realidad de que el proceso se concentra en un acto específico y no en el “hecho total” de la violencia masiva impiden la construcción de una verdad material que es la que interesa a la víctima. Luego, el derecho fundamental de la víctima al castigo de su opresor implica el juzgamiento de todos y cada uno de los crímenes so pena de que el Estado lesione los derechos de unas víctimas a costa de garantizar los de otras. En casos de violencia masiva, la experiencia demuestra que, lamentablemente, la impunidad es la regla y la justicia la excepción. La falta de capacidad real de los sistemas judiciales, sean locales o internacionales, en la función de investigar, procesar y juzgar a todos los sospechosos de crímenes graves puede comprometer la terminación del conflicto armado y prolongar la violencia. Por último, sujetar el derecho a la reparación al proceso judicial penal es admitir la posibilidad de que una víctima en sentido material no sea reparada por no ser considerada como tal en sentido procesal, lo que puede suceder, por ejemplo, en caso de absolución del procesado. Sumado a lo comentado, el tratamiento diferenciado de la reparación de las víctimas, por el enfoque individual de las sentencias producto de un proceso penal, puede conducir a injusticias distributivas y a que la reparación sea puramente económica. La idea central del texto es que el derecho penal es necesario, pero como un medio y no como un fin en sí mismo. No puede ser privatizado por la víctima y debe ser ejercido en la medida que las condiciones de hecho lo permitan, no para reparar a la víctima por medio del castigo del autor sino para reestablecer la confianza en el Derecho como pauta de conducta. La verdad procesal y la verdad material pueden combinarse por medio de procesos judiciales y comisiones de la verdad y los planes de reparación masiva pueden proteger de mejor forma los intereses de una sociedad en conflicto. En el Capítulo IV se aborda con cierto nivel de detalle el caso del proceso de justicia transicional en Colombia a partir de la negociación del gobierno Santos-FARC. En este proceso surgen diferentes problemas de carácter político y jurídico. Como es sabido, en el plebiscito por la paz de 2016 se rechazó el Acuerdo de Paz pactado por el gobierno y el GAOML. Sin embargo, el Acuerdo de Paz fue renegociado e implementado por vía legislativa, sin que se volivera a solicitar pronunciamiento popular. Sobre este punto, se argumenta que la paz –sea que se la conciba como precondición de los derechos fundamentales o como derecho fundamental en sí misma– no puede ser ni aprobada, ni negada por la mayoría. A pesar de ello, la participación democrática en la discusión, renegociación y aprobación del mismo es importante y debe impulsarse en la mayor medida de lo posible. Entonces, en el caso de Colombia, teniendo en cuenta que el Acuerdo de Paz fue en efecto renegociado y aprobado en vía parlamentaria, sumado al hecho de que existió un control judicial efectivo por parte la Corte Constitucional de Colombia, conduce a presumir la legitimidad democrática del mismo. En el ámbito penal, se instrumenta en Colombia una Jurisdicción Especial para la Paz y un ejercicio racionalizado del poder punitivo del Estado que tiene pretensiones simétricas. Pretende juzgar tanto a guerrilleros de las FARC, así como a agentes del Estado, cómplices y financistas del conflicto armado. Se otorga amnistía e indultos para crímenes políticos y conexos y se establece un sistema de penas atenuado condicionado a la dejación de armas, identificación, colaboración con la construcción de la verdad y la reparación de la víctima. Para cumplir este propósito, la Unidad de Investigación de la JEP opera bajo los criterios de selección y priorización de casos. El compromiso institucional y jurídico para con el deber general de investigar, procesar y sancionar graves violaciones de DDHH merece deferencia internacional pues todos los beneficios, incluida la amnistía y el indulto, deben ser concedidos –y pueden ser revocados– bajo criterios jurídicos por parte de la JEP. La atenuación y el carácter alternativo de la pena y la forma de ejecución de las sanciones son acordes ya no al objetivo de combatir al enemigo sino al de reintegrar al individuo y reconstituirlo como ciudadano. Relacionado a esta última cuestión, el perdón moral de la víctima no puede ni debe ser forzado por el Estado porque pertenece al ámbito más íntimo de libertad de conciencia de la víctima. Sin embargo, el Estado sí tiene el deber de no crear obstáculos, sino que debe promover las condiciones para la reconciliación como natural exigencia del Estado Constitucional, Democrático y Social de Derecho. En el Capítulo V se trata la noción de constitucionalismo transicional y se aborda la cuestión de si aquel merece alguna deferencia por parte de los tribunales internacionales y regionales. Ahí se expone en clave comparada, aunque por cierto limitada, los desarrollos de la CPI y el TEDH en tópicos relevantes para la justicia transicional como la amnistía. A partir de allí, se confirma que a nivel global solamente la Corte IDH ha reconocido un derecho fundamental de la víctima al castigo. Por su parte, si bien la CPI y el TEDH no han refrendado amnistías en casos de crímenes internacionales, es posible constatar una aproximación más cauta a la cuestión. Posteriormente, se aborda la problemática de dos técnicas regionales de interpretación del Derecho: el control de convencionalidad y el margen de apreciación nacional y se sostiene que existen buenas razones para repensar el principio de subsidiariedad, que es vital a efectos de conceder un razonable margen de maniobra a los Estados inmersos en procesos de transición si demuestran objetivamente que están en mejor posición para garantizar los DDHH. Recapitulando, la tesis que se defiende a lo largo del texto es que la investigación, procesamiento y sanción de graves violaciones de DDHH no son consecuencia lógica de un derecho de la víctima al castigo de su opresor. El poder punitivo está justificado en la medida que sea funcional para mantener la configuración normativa de la sociedad. Ello no significa que el Estado se encuentre en absoluta libertad para determinar en qué casos el ejercicio del poder penal es beneficioso o perjudicial pues aquello implicaría vaciar de contenido el compromiso global de que ciertas conductas deben ser sancionadas por afectar los valores básicos sobre los que se erige la especie humana.